El siglo XIX resiste en Montparnasse

Taller de impresión Item, en Montparnasse.Eric Hadj

El taller donde imprimían obras Chagall, Miró o Dalí sigue operativo en un rincón del barrio parisiense

EN UNA BOCACALLE del bulevar Montparnasse de París, situada a pocos metros de la casa en la que vivió el inventor del teatro del absurdo, el rumano Eugène Ionesco, y con un Burger King en la esquina, resiste ahora y siempre al invasor un pedazo del siglo XIX. Hay que meterse en un callejón, llamar a un timbre y atravesar una sólida puerta gris de metal. Aunque se accede a un patio lleno de plantas, el olor a tinta nos advierte de que oculta algo más. Cu...

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EN UNA BOCACALLE del bulevar Montparnasse de París, situada a pocos metros de la casa en la que vivió el inventor del teatro del absurdo, el rumano Eugène Ionesco, y con un Burger King en la esquina, resiste ahora y siempre al invasor un pedazo del siglo XIX. Hay que meterse en un callejón, llamar a un timbre y atravesar una sólida puerta gris de metal. Aunque se accede a un patio lleno de plantas, el olor a tinta nos advierte de que oculta algo más. Cuando se atraviesa una segunda puerta, esta vez de madera, se llega a una enorme nave llena de viejas máquinas de imprimir, que fueron utilizadas por alguno de los nombres más importantes de la historia del arte: Picasso, Chagall, Dalí, Miró, Braque, Cocteau, Matisse… “Esta imprenta se fundó en 1881, el año del nacimiento de Picasso”, explica el actual propietario, Patrice Forest, responsable de este taller llamado Idem que utilizan artistas de todo el mundo y que además, justo en el portal de al lado, mantiene una galería y una editorial, Item.

Una mañana de abril, diferentes creadores trabajaban allí, entre ellos el autor de tebeos Emmanuel Guibert, que acaba de publicar en castellano Martha y Alan (Salamandra Graphic), la tercera parte de su maravillosa trilogía sobre el estadounidense Alan Ingram Cope. “Gracias a Forest se ha salvado este lugar, porque sin su labor ahora sería un gimnasio”, cuenta Guibert mientras observa la impresión de una litografía en varias tintas. Se trata de un proceso perfectamente coordinado, con movimientos medidos al milímetro, en el que trabajan seis personas pendientes de una máquina con un gran rodillo de la que surgen papeles tintados que tienen que ser puestos a secar inmediatamente. “Esta labor requiere dos cosas que no nos gustan en el mundo contemporáneo: tiempo y mucha gente trabajando a la vez. Quedan ya muy pocas máquinas así funcionando en París, y ninguna imprenta tan grande”, asegura.

El lugar se muestra caótico, viejo y lleno de encanto, con los restos de metal de un antiguo mecanismo de vapor recorriendo la nave en las alturas y una vieja escalera de madera al fondo, desde la que se accede a diferentes dependencias. El techo es acristalado. Sobre una caseta descansa una pantera negra de peluche de tamaño natural, mientras que en la pared lateral se alzan inmensas estanterías con algo que, de lejos, parecen unos libros extraños. Al acercarse el visitante descubre que se trata de piedras. Aquí se mantienen diferentes procesos de impresión: uno, el más antiguo, consiste en pintar sobre estas piedras (litografía significa etimológicamente “dibujar” —graphia en griego— sobre la piedra —lithos—), que luego se utilizan como planchas para imprimir. Fue el que utilizó Guibert. Luego están el zinc y el aluminio, y también se pueden sacar imágenes de un ordenador. Pero Forest explica que una imprenta así gana “con la tosquedad, con el exceso de tinta”.

Cuando se fundó era una imprenta normal, como muchas otras en aquel entonces —una de las grandes novelas de Balzac, Las ilusiones perdidas, arranca precisamente en un lugar así—. Luego durante varias décadas se imprimieron unos preciosos mapas escolares. Uno de ellos todavía reposa en un rodillo. Y en los años setenta del siglo pasado se mudó allí con sus máquinas uno de los grandes impresores parisienses, Fernand Mourlot, con el que trabajaban los mejores artistas de su tiempo. Diferentes carteles de Picasso, de Miró, de Jacques Prévert, repartidos por varios puntos de las laberínticas dependencias de la imprenta, recuerdan que este negocio tiene una historia muy larga. “Estas máquinas guardan la memoria de esos grandes creadores”, explica Forest. Tanto los artistas que pasaron por allí aquella mañana como los operarios de las máquinas son jóvenes, pero ya dominan el oficio, un signo de que la litografía y sus piedras seguirán vivas en ese lugar. Al cruzar de nuevo la puerta gris se vuelve al siglo XXI con la sensación de haber visitado un mundo perdido, pero completamente vivo. 

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