Salvador Cocina, la otra cara de la vanguardia

En este pequeño local de dos plantas, a unas cuadras del Palacio de la Moneda, busco y encuentro lo extraordinario

Rolando ortega. I. M.

Mirándolo fríamente, no creo que América Latina tenga más cocinero de vanguardia que Rodolfo Guzmán, desde su Boragó en Santiago. Hay otras cocinas avanzadas en Lima, Ciudad de México, Buenos Aires, Quito o Medellín, pero nunca les aplicaría una etiqueta que de tan repetida empieza a perder su significado. Las cocinas de vanguardia implican atrevimiento, innovación y sobre todo riesgo, mucho riesgo, están llamadas a abrir los nuevos caminos que acabarán decidiendo las formas de la cocina del mañana, y eso no abunda. A menudo son propuestas extrañas y diferentes que cuentan sus seguidores por p...

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Mirándolo fríamente, no creo que América Latina tenga más cocinero de vanguardia que Rodolfo Guzmán, desde su Boragó en Santiago. Hay otras cocinas avanzadas en Lima, Ciudad de México, Buenos Aires, Quito o Medellín, pero nunca les aplicaría una etiqueta que de tan repetida empieza a perder su significado. Las cocinas de vanguardia implican atrevimiento, innovación y sobre todo riesgo, mucho riesgo, están llamadas a abrir los nuevos caminos que acabarán decidiendo las formas de la cocina del mañana, y eso no abunda. A menudo son propuestas extrañas y diferentes que cuentan sus seguidores por pocos puñados. Empecé a entenderlo en la época en que comía prácticamente solo en El Bulli, aunque esta región que contempla con devoción y fervor el estallido de sus cocinas añade nuevos significados al término vanguardia. También puede ser que la audacia, el peligro, la ruptura y la innovación nazcan en lo cotidiano y no se sustenten tanto en la alquimia como en la normalidad.

Lo pienso cuando me siento en Salvador Cocina, lo que equivale a decir cada vez que voy a Santiago, porque el restaurante de Rolando Ortega es una de las visitas fijas en mi agenda. En este pequeño local de dos plantas, a unas cuadras del Palacio de la Moneda, busco y encuentro lo extraordinario. La normalidad frente al juego de apariencias, el calor de la cercanía en lugar de la frialdad de la moda, el sabor de la memoria contra la distancia de lo ajeno, la cocina de temporada frente a la uniformidad, el guiso en tiempos de ensamblaje y negación de la propia cocina, la contención en el gasto y la normalidad en los precios… Todo lo que no puedo encontrar en los comedores de referencia de América Latina, aunque resulte familiar en buena parte del mundo.

Hay muchas cosas que me llevan a Salvador Cocina, pero la principal es la concepción culinaria de este local que más allá del almuerzo se maneja como un café. La propuesta no puede ser más simple: un menú del día que permite elegir entre dos entradas y dos platos de fondo e incluye postre, té helado y café por 11.900 pesos (19 dólares). El menú cambia cada día y se completa con una minúscula carta de siete platos. El té se justifica en la ausencia de licencia de alcohol, imposible de conseguir en algunos municipios santiaguinos. El formato es claro y se articula alrededor de sabores siempre familiares. “Mi cocina habla de Chile y apela a la nostalgia”, me cuenta Rolando Ortega, “nunca he trabajado en Europa y tampoco lo hice en grandes restaurantes; mis referencias son las cosas que me gusta comer, es el mercado, la vega, Franklin o las cocinerías chiquitas a las que me llevaba mi padre. Es una mirada hacia adentro”. Rolando siempre quiso ser cocinero, pero después de graduarse trabajó seis años de garçon para hacer caja y poder montar su propia cafetería.

Cuando abrió Salvador Cocina, en julio de 2012, era consciente de que la suya era una cocina que pocos buscaban, “pero cuando la comían se daban cuenta de que era eso lo que querían comer”. Y así van saliendo las pichangas hechas con embutidos —queso de cabeza, porchetta…— elaborados en el restaurante, erizos de Caldera, plateadas de vaca cocinadas en vino tinto o hígados de pollo guisados con lentejas. Pura cocina de mercado ejercida en libertad, lo que significa acudir cada día a la vega, utilizar productos de temporada y combinarlos como te pida al cuerpo, sin necesidad de hacer recetas de manual.

Salvador Cocina representa la exaltación de la normalidad culinaria. Ofrece una visión estimulante enmarcada en una corriente de aire fresco y un derroche de cordura que me cargan las pilas. También me emocionan sus vínculos con las temporadas naturales de los productos y su relación con ingredientes olvidados por la mayoría de las cocinas, unas veces por su sencillez y otras, como sucede con los interiores, por su naturaleza. Echo de menos la licencia de alcohol, aunque me cuentan que esa parte estará resuelta en el nuevo local, La salvación, que abrirá en julio en Providencia. Bien mirado, vanguardia es mucho más que poner flores encima de purés más o menos ilustrados.

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