Columna

Hacia la paz de lenguas

El actual modelo catalán, defendido con ferocidad digna de mejor causa, es anómalo e injusto

Centenares de personas protestan en Barcelona en defensa de la inmersión lingüística. Massimiliano Minocri

Con la obstinada regularidad de una tabla de mareas, la cuestión de la lengua desata una tormenta de acritud cada tanto en España, dejando en el reflujo un poco más fatigados y carcomidos los pilares de la convivencia. En esta ocasión, ha sido la apertura del plazo de inscripción en el curso escolar la que ha vuelto a encabritar la ola a cuento del nunca pacificado debate sobre la lengua de la enseñanza en Cataluña. La novedad es que el autogobierno intervenido suscita en muchos la esperanza —el temor, en otros— de que el Gobierno central tome alguna medida tendente a garantizar que en Cataluñ...

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Con la obstinada regularidad de una tabla de mareas, la cuestión de la lengua desata una tormenta de acritud cada tanto en España, dejando en el reflujo un poco más fatigados y carcomidos los pilares de la convivencia. En esta ocasión, ha sido la apertura del plazo de inscripción en el curso escolar la que ha vuelto a encabritar la ola a cuento del nunca pacificado debate sobre la lengua de la enseñanza en Cataluña. La novedad es que el autogobierno intervenido suscita en muchos la esperanza —el temor, en otros— de que el Gobierno central tome alguna medida tendente a garantizar que en Cataluña, además de en catalán, pueda estudiarse también, siquiera en parte, en castellano. No envidio la papeleta del ministro Méndez de Vigo, que acierta, en mi opinión, al advertir que el artículo 155 no es el marco jurídico más adecuado para alterar el modelo lingüístico imperante en Cataluña, por más que ese modelo nos pueda parecer anómalo e injusto.

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Porque así es: el actual modelo catalán, defendido con ferocidad digna de mejor causa, es anómalo e injusto. Se dice de inmersión para callar que es de exclusión. En realidad, ninguna razón confesable hay para preferirlo a una modalidad bilingüe, de conjunción, donde no se separarían a los alumnos, sino las materias: tantas en una lengua, tantas en otra, en atención al entorno sociolingüístico. Un sistema fácil de implantar, respetuoso e inclusivo, que asegura el dominio de ambas lenguas. Pero que no haya razones confesables para oponerse a esta alternativa, no significa que no las haya inconfesables: la inmersión monolingüe no logra ningún beneficio pedagógico que un modelo bilingüe no consiga también, pero solo aquella rinde el beneficio ideológico que el independentismo desea: hacer que sobre el castellano pese el estigma de lengua extranjera, contribuyendo así a adelgazar el contenido de esa parte de su identidad que los catalanes tienen en común con el resto de los españoles.

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El debate sobre la inmersión es inevitable. Lo exige un sector de la sociedad catalana que pide que no se confunda hegemonía con consenso. Con torturados circunloquios lo admite ya el socialismo, tras años de estéril consignismo en la materia. Pero también en el conjunto de España un gran debate sobre lenguas españolas debe abrirse, orientado a conseguir lo que no debe faltar en una democracia plurilingüe: un marco legal general que siente y pacifique, con criterios de justicia e inclusión, las obligaciones lingüísticas de las administraciones y los derechos lingüísticos de los administrados. Una ley de lenguas, generosa por parte de todos, que saque la polémica de los juzgados y culmine el aprendizaje de la diversidad que el Estado inició en 1978. @JuanCladeRamon

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