Atrapados en el sistema

La acogida de migrantes en Italia mantiene el enfoque de emergencia, pese a que el flujo de llegadas se ha cronificado. La pesada burocracia contribuye a sembrar desesperación entre los solicitantes de asilo

Desembarco de personas migrantes desde el barco de búsqueda y rescate MV Aquarius, administrado en colaboración entre SOS Mediterranée y Médicos Sin Fronteras, a su llegada en Augusta, en la isla de Sicilia (Italia), el pasado 30 de enero. ANTONIO PARRINELLO (REUTERS)

Son las 11 de la mañana pasadas y el centro de primera acogida para solicitantes de asilo Baglio Miceli parece un lugar fantasma. Hace un día estupendo pese a ser invierno, uno más en la isla italiana de Sicilia, pero no se ve a nadie en los alrededores del edificio de color rosa, ni asomado a las ventanas. Nadie ni nada. La ciudad más cercana, Mazara del Vallo, se encuentra a unos 20 minutos de distancia.

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Los Centros de Acogida Extraordinaria (CAS), como se denominan de manera oficial, son administrados por cooperativas que han ganado un concurso público y que reciben del Estado alrededor de 30 euros por huésped y día. De esta suma, los migrantes obtienen 2,5 euros diarios para sus gastos cotidianos. “Los fondos nunca llegan a tiempo y a veces nos tenemos que retrasar hasta tres o cinco días en la entrega mensual del dinero”, admite Salvatore Pace, que, en el momento de la visita, llevaba apenas una semana como director de la institución. “Esta situación ha llegado a provocar algún malestar, pero ha sido algo muy esporádico y se ha solucionado en el mismo día. Por desgracia, el nivel de estrés aquí es muy elevado”. Pace achaca el nerviosismo a la lentitud de la burocracia a la que los solicitantes de asilo tienen que hacer frente. “Se puede tardar semanas solo para que se les registre”, explica.

El centro de Baglio Miceli ha alcanzado su capacidad máxima. Un total de 50 migrantes, todos hombres y mayores de edad, esperan aquí una respuesta de las autoridades a su petición de protección. La mayoría ronda los 30 años. Vienen de Senegal, Nigeria, Ghana, Guinea y hay dos personas que llegaron desde Bangladés. Pasan el tiempo tendidos en la cama, dormitando o con la mirada clavada en el móvil, aunque la señal wifi no llegue a sus dormitorios y cuando quieren comunicarse con sus familias tienen que salir al patio para pegarse a la pared del despacho del director, el único sitio donde consiguen conectarse.

El edificio, en funcionamiento desde mayo de 2017, se construyó como un hotel rural, aunque nunca se utilizó con este fin. Los huéspedes duermen en dormitorios de hasta 10 personas en la parte baja, mientras la de arriba permanece vacía. Andrea Di Malta, presidente de la ONG Essarya, la asociación que administra el centro, asegura que esto se debe a que el piso superior tiene vigas de madera y no responde a la normativa anti incendio.

El sistema de acogida italiano bajo muchos puntos de vista consiste más bien en una acogida de cuerpos, de números más que de personas

Dario Terenzi, psicólogo MSF

La monotonía reina en el lugar. Un salón muy grande y casi completamente vacío —a excepción de dos sillones y un televisor viejo, de los de tubo— es el único espacio común cubierto, junto al comedor, donde también se imparten las clases de italiano dos veces por semana. Al pasar por delante de la cocina, el director señala el menú pegado en la puerta, que anuncia por cada día de la semana un primer plato (casi siempre pasta), un segundo de carne o pescado acompañado por verduras y fruta. Sin embargo, no explica que en las últimas semanas lo que se anunciaba había sido sustituido por algo distinto. Cuando se le transmiten las quejas de los jóvenes del centro, se justifica diciendo que “están en marcha para solucionarlo”.

“La cantidad de comida que recibimos es suficiente, pero cada día es lo mismo: pasta, arroz, atún, pan. A veces con nuestro dinero compramos algo para agregarlo”, se queja el senegalés Modou Touré. Tiene 28 años y vive en Baglio Miceli desde el pasado 15 de mayo. Prefiere no hablar de las motivaciones que le llevaron a Italia, porque tiene miedo a exponerse a peligros si alguien le escucha en el dormitorio. “En los últimos tiempos han cambiado varias cosas, pero no muchas. Al principio no había calefacción. Protestamos y nos dieron. Nos duchamos con agua fría hasta hace poco. Aquí no hay médico, si pasa algo tenemos que ir al hospìtal. No hacemos nada. Estamos cansados de quejarnos”. Y añade: “En general, soy una persona que se adapta a las circunstancias, sean buenas o malas. Pero esto no es un paraíso”.

Touré sostiene que hasta hace poco no sabía ni que había una asistenta social en el centro. Esta, así como la psicóloga, solo trabaja seis horas por semana en la institución. El personal de la limpieza y el de administración, junto con un mediador cultural, completan el equipo de 12 personas del Centro de Acogida Extraordinaria. “El médico y la enfermera hace poco abandonaron”, cuenta Pace, el director. “Sabemos que seis horas semanales para una asistenta social o una psicóloga son pocas, pero estos son los tiempos que fija la ley y nosotros intentamos paliar la escasez como mejor podemos. A veces hasta me toca dedicarme a tareas para las que no estoy preparado”.

Las llegadas se reducen a la mitad

Los migrantes que desembarcaron en las costas de los países mediterráneos a lo largo de 2017 fueron alrededor de 171.000, menos de la mitad que en el año anterior. Es la cifra más baja desde 2014, tras el pico de más de un millón registrado en 2015, según la Fundación Ismu, un centro de estudios independiente sobre multietnicidad.

La mayoría (unos 120.000, el 70% del total) se dirigió a Italia, pero a partir del verano las llegadas se ralentizaron mientras crecía el flujo hacia España (donde desembarcaron más de 21.000 personas, con un incremento del 160% frente a 2016). La Fundación apunta como probable causa del desvío los acuerdos de cooperación entre Italia y Libia.

Italia recibió 130.000 nuevas peticiones de asilo. En el 60% de las solicitudes examinadas (que, en total, fueron más de 80.000), el veredicto fue negativo. Se otorgó el estatus de refugiado en el 8,5% de los casos.

Gomon Raouf comparte dormitorio con otras ocho personas. Las ventanas no tienen cortinas y entra mucho aire por las esquinas, por lo que los chicos han colocado en el cristal una bolsa de basura que no para de ondear. Las baldosas están manchadas y el suelo de los baños está salpicado por charcos de agua.

Este togolés de 39 años tardó dos meses en llegar a Europa, después de tener un “problema” en el trabajo que puso en peligro su vida. “No fue fácil cruzar el desierto. Muchas dificultades y poca comida”, resume con palabras escuetas. La travesía del Mediterráneo no fue para menos. Pagó unos 380 euros por subirse a un bote hinchable en el que viajaban más de 150 personas. Al menos nueve murieron. “Vi los cadáveres mezclados con las olas”, recuerda. “Cuando estás a punto de subirte a un barco, no puedes pensar con la cabeza, porque ya no puedes cambiar de idea. Todos lloran y rezan. Yo también pensé que iba a morir”.

Raouf lleva dos días yendo a clase de italiano; hace algunas pequeñas reparaciones de electrodomésticos para los otros huéspedes o sale a dar una vuelta en bici para matar el tiempo. Algunos chicos trabajan en negro a cambio de una retribución mínima como jornaleros en los campos de alrededor, pero él no. “Aquí no se mueve nada, me aburro, el tiempo no pasa nunca. La espera a que se resuelva mi solicitud de protección me hace sufrir. Aguardas una respuesta y la retrasan una y otra vez”, dice. La resolución de su expediente está prevista para abril, “pero la volverán a aplazar”, contesta con resignación. “He venido aquí en busca de un lugar seguro. Si no me conceden los papeles, tendré que esconderme. No puedo volver”.

Rescate de una embarcación de migrantes el pasado 27 de enero en el Mediterráneo.Laurin Schmid (AP)

Una emergencia que dura décadas

La conversación con Teo Di Piazza, coordinador de un proyecto de asistencia psicológica para personas migrantes de Médicos sin Fronteras (MSF) en Trapani, fluye constantemente de un tema a otro. De pelo canoso y enmarañado, está sentado en su despacho, de espaldas al Mediterráneo, un mar que solo en el primer mes de 2018 cruzaron 4.081 personas, una cifra muy por debajo (-22,61%) de la registrada en 2016, año récord para las migraciones en Italia. En su mayoría provienen de Libia, según el Departamento de Seguridad Pública italiano. Ellos lo lograron, pero al menos 5.000 migrantes fueron tragados por el Mediterráneo en 2016, sin contar los que murieron atravesando el desierto, cuyo número se desconoce.

Las palabras de Di Piazza viajan de Mauritania a Siria, pasando por Grecia y Serbia, pero, a final, siempre vuelven a Libia. En 2017, el Gobierno italiano firmó un memorando de entendimiento con el de Trípoli para proporcionar con el respaldo de la Unión Europea formación y apoyo logístico y económico a la Guardia Costera libia y frenar así el flujo de migrantes y obligarlos a regresar. Muchas organizaciones, entre ellas MSF, consideran que el acuerdo lesiona los derechos humanos. “No podemos aceptarlo, significa condenar a estas personas a violencia y tortura en las cárceles de Libia. Sabemos lo que ocurre allí, lo vemos todos los días”, sostiene Di Piazza.

“Italia gestiona la acogida como si se tratara de una emergencia, pese a que esta situación se repita desde hace décadas. Es un fenómeno regular que tendríamos que haber aprendido a gestionar como tal, en lugar de invertir de vez en cuando unos fondos provenientes de los presupuestos de emergencia. Así no se pueden garantizar buenas condiciones de acogida”, resume el coordinador de MSF.

Las fuerzas de seguridad italianas toman los datos de los migrantes, una foto de registro y las huellas dactilares en el puerto de llegada. El solicitante ingresa entonces en un CAS y se fija una fecha para comparecer ante una comisión que decide si otorgarle protección. La ley establece un plazo máximo de 30 días entre el registro y la audiencia, mientras que el resultado debería tardar cinco días, pero esto no ocurre casi.

“Los CAS suelen ser estructuras en ruinas que a veces cobran por ofrecer unos servicios que ni prestan, administradas por gente sin las competencias adecuadas”, explica Di Piazza. “Hay personas que se quedan aparcadas en estos centros incluso tres o cuatro años. Hemos registrado casos en los que se ha tardado meses en tomar las huellas y las fotos, es decir que hasta ese momento esa persona no existía para la burocracia italiana, aunque el CAS cobrara por él”.

Aquí no hay nada que hacer. No se mueve nada, me aburro, el tiempo no pasa nunca. La espera a que se resuelva mi solicitud de protección me hace sufrir. Te esperas una respuesta y la retrasan una y otra vez Gomon Raouf, 39 años

El personal de los centros debería preparar al solicitante para que se enfrente a la comisión, integrada también por miembros de Naciones Unidas. “Que otorguen la protección puede depender de cómo cuentes tu historia. Sin embargo, muchos no saben ni cómo funciona y pueden omitir partes importantes del relato”, lamenta Di Piazza.

Después de la audición, la comisión tarda dos o tres meses en emitir un veredicto. Si es positivo, la persona extranjera recibirá un permiso electrónico (de duración variable, según la protección otorgada) y puede acceder a una institución de acogida de segundo nivel (Sistema de protección para solicitantes de asilo y refugiados, SPRAR por sus siglas en italiano). Estas acogen como mucho a una docena de personas y en ellas se ofrece durante al menos cinco años formación profesional y herramientas para la integración en la sociedad. “Pero obtener un permiso se puede convertir en un problema”, matiza el coordinador de MSF. Desde que recibe la comunicación, el huésped dispone de 15 días para dejar el centro. Sin embargo, se puede producir un desfase para acceder a la nueva institución. “Muchos acaban con un permiso entre las manos, pero se encuentran literalmente en la calle si aún no ha llegado la aceptación del SPRAR. El CAS deja de cobrar por él y recibiría una multa si se quedara más allá del plazo de dos semanas. La ley está mal hecha, este sistema está favoreciendo la vulnerabilidad”.

Si la comisión emite un veredicto negativo, en cambio, los solicitantes podían apelar la decisión, pero en abril de 2017 el Parlamento aprobó entre polémicas una nueva ley que ha anulado este derecho y que aún no ha entrado en vigor. Di Piazza entrechoca las manos para decir que ahí se acaba todo. “El migrante no consigue contar bien su historia en la primera audiencia y la apelación representaba una segunda oportunidad. El decreto denota falta de conocimiento de la situación. Es cierto que hay que reducir los tiempos de permanencia en los CAS, pero de otra manera”. Una vez que el migrante recibe la hoja de salida, tiene que dejar el territorio italiano, aunque no está claro con qué recursos.

“Bajo muchos puntos de vista, el sistema de acogida italiano consiste más bien en una recepción de cuerpos más que de personas”, asegura Dario Terenzi, psicólogo de MSF en Trapani. “Acoger a una persona, desde mi punto de vista, significa darle voz y asegurarle dignidad. Un sistema que no es capaz de garantizar la capacidad de estas personas de imaginarse viviendo allí en el futuro es un sistema fallido desde el principio. Dar un techo y algo de comer no es suficiente. Tenemos que empezar a dirigirles una mirada más libre: son hombres y mujeres que tienen derechos y que pueden desarrollarse plenamente junto con nosotros”.

A los márgenes del sistema

Les llaman los "ilocalizables". Son solicitantes de asilo y titulares del derecho de protección internacional y humanitaria que viven excluidos del sistema de acogida italiano. Las últimas estimaciones de Médicos sin Fronteras (MSF) les cifran en 10.000, como se documenta en el informe En el ángulo muerto: migrantes y refugiados en Italia, publicado este jueves.

Las razones que llevan estas personas a desaparecer del circuito oficial son múltiples. Algunos solicitantes de asilo no llegan ni a entrar en el sistema de acogida, al no obtener una plaza en un centro de recepción como dicta la ley o se la revoca de modo sumario. También puede darse el caso de refugiados que salen de los centros gubernamentales al final del procedimiento de asilo, pero su ingreso en un nuevo centro se retrasa o no dispone de herramientas para su integración social.

MSF visitó 47 emplazamientos informales repartidos en todo el país entre 2016 y 2017. Más de la mitad de los asentamientos (edificios abandonados u ocupados, espacios al aire libre, tiendas de campaña, chabolas, casas en el campo e incluso contenedores) no tienen ni agua ni electricidad.

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