Huérfanos

Perdidos como niños a los que se obliga a cruzar el huracán del divorcio violento de aquellos que debían proteger sus derechos y enseñarles cómo afrontar la vida sin furia ni intolerancia.

Un grupo de concentrados ante la Escola Pia del barrio de Sant Antoni de Barcelona, durante la jornada de paro del 2 de octubre. Juan Carlos Cárdenas (EFE)

Había una vez un país en el que durante 40 años los padres contaban a sus hijos cómo habían conseguido transitar desde una dictadura a una democracia gracias al diálogo y la contención de un pacto entre partidos diversos y contrapuestos. Pero un día, se quedaron vacíos de palabras. Perdidos como niños a los que se obliga a cruzar el huracán del divorcio violento de aquellos que debían proteger sus derechos y enseñarles cómo afrontar la vida sin furia ni intolerancia.

A un lado, avistaban a un grupo creciente decidido a decir adiós —no sabían muy bien porqué— a la casa en la que habían c...

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Había una vez un país en el que durante 40 años los padres contaban a sus hijos cómo habían conseguido transitar desde una dictadura a una democracia gracias al diálogo y la contención de un pacto entre partidos diversos y contrapuestos. Pero un día, se quedaron vacíos de palabras. Perdidos como niños a los que se obliga a cruzar el huracán del divorcio violento de aquellos que debían proteger sus derechos y enseñarles cómo afrontar la vida sin furia ni intolerancia.

A un lado, avistaban a un grupo creciente decidido a decir adiós —no sabían muy bien porqué— a la casa en la que habían convivido pacíficamente dando ejemplo de apertura de miras. En otro veían a un presidente bíblico que creía que todo lo que trascendiera el marco constitucional no requería negociación y se arreglaría por arte de birlibirloque. También estaba el aspirante apuesto que decía aquello y lo contrario y sacaba a pasear su propia catarsis política en el momento menos conveniente. No faltaba el oportunista, que descamisado para parecer más cercano, aprovechaba la menor para acercarse a la más guapa del baile, aunque hubiera que cambiar de guapa y de baile.

Mientras, seguían pasando cosas de las que nadie se ocupaba. Los mayores sobrevivían con pensiones de risa, la sanidad pública empeoraba, el paro juvenil superaba el 40%, la ley del ladrillo volvía a imponer sus dudosos brotes verdes y habían regresado las banderas. En ese país imaginario, la mayoría se sentían huérfanos, porque ninguno de aquellos a quienes habían confiado la tranquilidad de su casa parecía recordar lo que significaba hacer política y el valor que exige la palabra democracia.

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