Lea los primeros capítulos de ‘La habitación’

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La primera vez que entré en la habitación di media vuelta casi de inmediato. En realidad buscaba el lavabo, pero me equivoqué de puerta. La abrí y un soplo de aire viciado me dio en la cara, pero no recuerdo haber pensado nada en especial. No me había fijado en que hubiera algo en aquel pasillo que llevaba al ascensor, aparte de los servicios. «Vaya — pensé— . Un cuarto.»

Abrí y cerré. Sólo eso.



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Dos semanas antes había empezado a trabajar en mi nuevo puesto de funcionario, y en muchos sentidos seguía sie...

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La primera vez que entré en la habitación di media vuelta casi de inmediato. En realidad buscaba el lavabo, pero me equivoqué de puerta. La abrí y un soplo de aire viciado me dio en la cara, pero no recuerdo haber pensado nada en especial. No me había fijado en que hubiera algo en aquel pasillo que llevaba al ascensor, aparte de los servicios. «Vaya — pensé— . Un cuarto.»

Abrí y cerré. Sólo eso.

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Dos semanas antes había empezado a trabajar en mi nuevo puesto de funcionario, y en muchos sentidos seguía siendo un novato. Sin embargo, desde un principio me limité a hacer sólo las preguntas imprescindibles. Quería convertirme en una persona digna de tener en cuenta tan rápido como fuera posible.

En mi antiguo puesto estaba acostumbrado a ser de los que llevan la voz cantante. No era jefe, ni siquiera tenía personas a mi cargo, pero sí que de vez en cuando era capaz de reprender a los demás. No siempre era apreciado, pues no soy el típico adulador ni de los que dicen amén a todo, pero la gente me trataba con cierto respeto y deferencia, incluso con admiración. Tal vez con una pizca de adulación. Estaba decidido, en la medida de lo posible, a alcanzar la misma posición en mi nuevo puesto.

En realidad, lo de ascender no fue idea mía. En mi anterior trabajo estaba muy a gusto y me sentía cómodo con las rutinas, pero, sea como fuere, el puesto se me había quedado pequeño y arrastraba la sensación de estar realizando una tarea muy por debajo de mis capacidades, además de que, como ya he dicho, no siempre coincidía con mis compañeros.

Al final, mi antiguo jefe vino, me rodeó los hombros con un brazo y dijo que era hora de encontrar una solución mejor.

Me preguntó si no me parecía el momento de dar un paso adelante. «Move on», así lo dijo, y señaló hacia arriba para mostrarme la dirección que debía tomar mi carrera. Juntos contemplamos diversas alternativas.

Tras un tiempo de reflexión, y tras considerarlo mucho, me decidí, previa consulta con mi antiguo jefe, por el nuevo departamento creado en la Dirección General, y, después de algún que otro contacto con los responsables, mi traslado tuvo lugar sin demasiados contratiempos. El sindicato lo aceptó y no puso las pegas habituales. Mi antiguo jefe y yo lo celebramos con una copa de sidra sin alcohol en su despacho y él me deseó toda la suerte del mundo.

El mismo día que caían los primeros copos de nieve sobre Estocolmo, cargado con mis cajas, subí los escalones y entré en el vestíbulo del gran edificio de ladrillo visto. La recepcionista me sonrió. Me cayó bien al instante. Tuvo que ver con sus maneras. Enseguida supe que había llegado al lugar idóneo. Enderecé la espalda al tiempo que la palabra «éxito» cruzaba mi mente. «Una oportunidad», pensé. Por fin florecería hasta alcanzar mi pleno potencial. Me convertiría en quien siempre había querido ser.

El nuevo puesto no estaba mejor pagado. De hecho, al contrario, representaba un leve retroceso en cuanto a horario flexible y vacaciones. Además, me vi obligado a compartir mesa en medio de una oficina abierta, sin mamparas de separación. No obstante, rebosaba entusiasmo y ganas de construirme una plataforma personal desde la que dar un paso adelante cuanto antes.

Elaboré una estrategia. Por la mañana llegaba media hora antes que los demás y cada día cumplía un horario propio: cincuenta y cinco minutos de trabajo intenso seguidos de cinco minutos de descanso, incluidas las pausas para ir al baño. Evitaba toda confraternización innecesaria. Solicitaba y me llevaba a casa documentos de decisiones estratégicas anteriores a fin de estudiar su lenguaje y, de esa manera, ir familiarizándome con la terminología al uso. Dedicaba las noches y los fines de semana a leer acerca de estructuras jerárquicas y a investigar qué vías de comunicación informales existían en el departamento.

Todo ello, con el propósito de ponerme al día y procurarme de manera rápida y ágil una pequeña pero decisiva ventaja sobre mis colegas, ya familiarizados con el lugar de trabajo y sus condiciones.

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Compartía mesa con Håkan, que llevaba patillas y tenía unas ojeras profundas. Él me echó una mano con diversos detalles de índole práctica. Hizo las veces de guía, me facilitó diversos folletos y me envió por correo electrónico documentos con todo tipo de información. Para él fue un cambio estimulante en su rutina, una oportunidad para escaquearse de sus tareas, pues no cesaba de venirme con nuevos asuntos que a su entender me interesarían. Podían guardar relación con el trabajo, con nuestros compañeros o con algún buen restaurante cercano donde almorzar. Pasado cierto tiempo me vi obligado a advertirle que también yo tenía derecho a atender mi trabajo sin ser interrumpido cada cinco minutos.

— Cálmate, ¿vale? — le solté cuando apareció con otro folleto para reclamar mi atención— . ¿Podrías tranquilizarte un poco?

Se tranquilizó al momento y se volvió bastante más cauteloso, seguramente molesto con que le hubiese dejado las cosas claras desde el principio. Es probable que casara mal con la imagen de un recién llegado, pero muy bien con la reputación de persona ambiciosa y exigente que pretendía labrarme.

Poco a poco fui conociendo el perfil de mis vecinos más próximos, su carácter y el escalafón que ocupaban en la jerarquía. Al otro lado de Håkan se sentaba Ann, una mujer de unos cincuenta años. Parecía bastante competente y ambiciosa, pero también el tipo de persona que cree saberlo todo y quiere tener la razón siempre. A ella acudían los compañeros cuando no se atrevían a hablar con el jefe.

Al lado de su ordenador tenía un dibujo infantil enmarcado. Un sol que se ponía en el mar. Pero detrás del sol, en el horizonte, asomaban masas de tierra por ambos lados, lo que obviamente es imposible. Supongo que tenía un valor sentimental para ella, por mucho que su contemplación no fuera agradable para los demás.

Enfrente de Ann se sentaba Jörgen. Corpulento y fornido, pero carente del agudo intelecto de ella. Sobre su mesa y pegadas con celo a su ordenador había notas jocosas y postales, cosas ajenas al trabajo que indicaban predilección por lo banal. Cada cierto tiempo le susurraba algo a Ann, que gritaba «Pero ¡Jörgen!», como si le hubiera contado un chiste verde. Había cierta diferencia de edad entre ellos. Calculé que unos diez años.

Más allá de ellos se sentaba John, un señor taciturno de unos sesenta años que llevaba la contabilidad de los viajes de trabajo, y a su lado una mujer que al parecer se llamaba Lisbeth. No estaba seguro, pero no pensaba preguntárselo. De todos modos, ella nunca se presentó.

Éramos veintitrés personas y casi todos tenían un biombo o alguna clase de pequeño tabique alrededor de su mesa de trabajo. Sólo Håkan y yo estábamos sentados en medio de la sala, totalmente expuestos. Håkan dijo que pronto nos pondrían un biombo a nosotros también, pero yo le contesté que no importaba.

— No tengo nada que ocultar — añadí.

Poco a poco fui encontrando mi ritmo durante los períodos de cincuenta y cinco minutos y cierta fluidez en el trabajo. Me esforzaba por cumplir mi horario y no dejarme interrumpir en medio de un período, fuera para tomar un café, charlar, hacer una llamada telefónica o ir al baño. A veces me entraban ganas de orinar a los cinco minutos, pero procuraba aguantar hasta la pausa. Qué bálsamo para el alma es formar el carácter, y cuánto mayor es la recompensa cuando finalmente disminuye la presión.

Había dos caminos para llegar a los servicios. Uno, doblando la esquina pasada la palmera verde, un poco más corto que el otro, pero aquel día me apetecía una pizca de variación y me decidí por el trayecto largo, el que pasaba por delante del ascensor. Fue entonces cuando eché un vistazo a aquella habitación por primera vez.

Me di cuenta de mi error y seguí avanzando. Pasé por el gran contenedor de reciclado de papel, hasta llegar a la siguiente puerta: el primero de los tres servicios en hilera.

Volví a tiempo para iniciar un nuevo período de cincuenta y cinco minutos, y cuando la jornada tocó a su fin casi había olvidado que había entreabierto la puerta de aquel espacio de más.

4

La segunda vez que entré en la habitación fue para buscar papel para la fotocopiadora. Quería encontrarlo sin la ayuda de nadie. A pesar de que me animaban a preguntar cualquier duda que tuviese, no estaba dispuesto a exponerme a la deshonra y el desdén que significaría mostrar abiertamente lagunas en el conocimiento de mis tareas. Había reparado en el pequeño frunce de fastidio que se formaba en el entrecejo de todos si alguna vez lo hacía. Al fin y al cabo, no podían saber que planeaba convertirme en un pez gordo del departamento. En alguien digno de respeto. Además, no quería darle margen a Håkan para que se escaqueara de sus tareas.

Así pues, eché un vistazo a los sitios donde suele guardarse el papel para la fotocopiadora en una oficina normal, pero no lo encontraba por ningún lado. Poco a poco me dirigí hacia la esquina, la doblé y pasé por delante de los servicios, donde estaba aquel pequeño cuarto.

Al principio no encontraba el interruptor de la luz. Palpé la pared a ambos lados de la puerta y al final desistí, salí y descubrí que se hallaba fuera. «Vaya ubicación más rara», pensé, y volví a entrar.

El fluorescente tardó en encenderse, pero muy pronto descubrí que tampoco allí había papel para la fotocopiadora. Sin embargo, enseguida presentí que aquel lugar tenía algo especial.

Era un cuarto muy pequeño. Con un escritorio en el centro. Un ordenador, carpetas en una estantería. Bolígrafos y demás material de oficina. Nada destacable. Pero todo perfectamente ordenado.

Ordenado y limpio.

Contra una pared, había un archivador grande y reluciente con un ventilador de mesa encima. Una moqueta verde oscuro cubría todo el suelo. Limpia. Aspirada. Todo pulcramente alineado. Todo demasiado bien dispuesto. Como preparado. Como si la habitación esperara la visita de alguien.

Salí, cerré la puerta y apagué la luz. Volví a abrir la puerta por pura curiosidad, para asegurarme. ¿Quién me decía a mí que la luz no seguía encendida? De pronto tuve mis dudas sobre si el interruptor debía estar arriba o abajo para apagar la luz. Un interruptor allí fuera resultaba cuando menos extraño, un poco como la lámpara de una nevera. Eché un vistazo al interior. Estaba a oscuras.

Traducción de Sofía Pascual Pape.

Copyright © Jonas Karlsson, 2009

Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2016

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