Mensajero de la naturaleza

Las atmósferas del fotógrafo japonés Masao Yamamoto invitan a la contemplación El editor de Atalanta reflexiona sobre la fuerza de lo vivo que se plasma en sus imágenes

Fotografía de la exposición Small Things in Silence.Masao Yamamoto

Hay artistas cuyas imágenes de gran formato o temas fuertes vienen a nuestro encuentro, como una flecha directa a los ojos, con el fin de hacernos aspirar el ácido hedor de nuestros días. Masao Yamamoto no se cuenta entre ellos; más bien está en las antípodas. Sus fotografías no nos llegan fácilmente: somos nosotros los que debemos ir a su encuentro, y a menudo acercarnos mucho debido a su pequeño formato, como si nos aproximáramos a mirar en el hueco de una cerradura. Frente a la espectacularidad o violencia de muchas imágenes contemporáneas, él opone lo suave, lo sutil; lo cual no indica bla...

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Hay artistas cuyas imágenes de gran formato o temas fuertes vienen a nuestro encuentro, como una flecha directa a los ojos, con el fin de hacernos aspirar el ácido hedor de nuestros días. Masao Yamamoto no se cuenta entre ellos; más bien está en las antípodas. Sus fotografías no nos llegan fácilmente: somos nosotros los que debemos ir a su encuentro, y a menudo acercarnos mucho debido a su pequeño formato, como si nos aproximáramos a mirar en el hueco de una cerradura. Frente a la espectacularidad o violencia de muchas imágenes contemporáneas, él opone lo suave, lo sutil; lo cual no indica blandura ni conformismo de ningún género: su suavidad es semejante a la niebla que envuelve en misterio a un paisaje y lo transmuta.

Yamamoto anuncia ya el advenimiento de una nueva belleza

Tampoco su arte corresponde a ningún formalismo al uso. Su poética particular es fiel a su tradición cultural, vive apartada de la inercia desintegradora que impulsa a las nuevas corrientes artísticas. Visto desde esta óptica, Yamamoto podría parecer un artista nostálgico, un artista “antimoderno”. Sus fotografías, casi siempre en blanco y negro y delicadamente bañadas en té o café, tienen a menudo los bordes desgastados adrede, a veces rotos o raspados, o con pequeños arañazos y diminutas salpicaduras; parecen sacadas de un viejo álbum fotográfico en el que el tiempo ha dejado su marca indeleble.

Sus fotos nunca tienen el brillo artificial de las superficies nuevas ni la viveza postiza de los tonos subidos. Yamamoto rechaza el aspecto nuevo de los objetos que parecen haber quedado fuera del efecto del tiempo: para él, cualquier máscara de actualidad o de vana pretensión de escapar al desgaste temporal, sencillamente, es ilusoria. Pero, si bien el tiempo histórico no ha dejado ninguna huella en sus fotografías, el tiempo se expresa como eterno presente, o un instante sin fin, inmóvil, de lo intemporal. Y también, por otro lado, el flujo del tiempo deja su rastro de deterioro en la materialidad de las fotografías, lo cual es una toma de conciencia con la fugacidad de todas las cosas. Pero volvamos a su paciente y delicado trabajo de taller, que tiene la particularidad, la rara virtud, de convertir una fría reproducción serial en un objeto único, que muchas veces cabe en la palma de la mano. Esto devuelve de algún modo la fotografía a una dimensión artesanal emparentada con los viejos oficios manuales de los pintores o miniaturistas del pasado. No en vano, Yamamoto comenzó su andadura artística como pintor.

Fotografía de la exposición Small Things in Silence.Masao Yamamoto

Otra de las particularidades que solía distinguir su arte –ahora ya no lo hace– era la manera en que distribuía sus fotos en las galerías, deliberadamente desperdigadas en las paredes. Formaban parte de una instalación efímera, aparentemente azarosa, cuya colocación guardaba, sin embargo, un sentido narrativo, vago pero implícito. Es curioso, pero lo narrativo –lo supuestamente literario– también fue un procedimiento que las vanguardias del siglo pasado (cubismo, futurismo, abstracción y arte conceptual…) quisieron desterrar del ámbito artístico. Su intención era concentrar toda la expresión en la pura forma, en las nuevas formas de la modernidad, totalmente distanciadas de la narración sentimental o costumbrista del siglo XIX. Sin embargo, Yamamoto no corresponde en realidad a esta pretensión literaria de narrar historias con las imágenes. Si rescata la sucesión temporal de la tradición asiática –concretamente la de los largos rollos horizontales chinos, que a medida que se desplegaban iban mostrando un paisaje pintado– es con el objeto de introducir el tiempo en el espacio, de dar énfasis a un dinamismo temporal vivo y reversible, más allá del instante único y estático que establece la imagen fotográfica.

Frente a la espectacularidad, Yamamoto opone lo suave, lo sutil

Parece un mero juego vanguardista, pero, como ya se ha dicho, Yamamoto no comulga con ninguna pretensión rupturista ni abriga intención alguna de romper ningún molde establecido. Si ha obrado así es más bien por necesidades de contenido que de forma. Su arte no brota de ningún obligado formalismo, sino de una necesidad interior, de una búsqueda permanente de las cualidades secretas del mundo. Esa cualidad implícita que hallamos en el espacio vacío y silente de la naturaleza, en el flujo sutil del tiempo y en la huella que deja en todas las cosas materiales, o en la belleza que emana de la interminable cadena del ser compuesta por aves, nubes, flores, montañas, mares, raíces, frutas, monos, gatos, insectos, cuerpos desnudos tendidos en la oscuridad…

Su arte se concreta en la vida natural, se concentra en el retorno al origen. Hace muchos siglos que la cultura europea propició la separación del ser humano de la naturaleza. Primero, el cristianismo la despojó de todo el valor sagrado que le había atribuido la religión pagana; luego, el pensamiento moderno lo redujo con Descartes a cosa, res extensa; y más tarde, el mito del progreso alentó su conquista apoyado en una tecnología cada vez más avanzada con consecuencias cada vez más devastadoras.

Aunque el progreso del siglo XX haya tenido las mismas consecuencias en los países asiáticos, la tradición nipona parte de un sustrato ideológico totalmente diferente. Antes de la revolución industrial, los japoneses no se sentían separados de la naturaleza ni se consideraban sus dueños, como los europeos en Occidente. Herederos del sintoísmo, siempre guardaron una actitud reverencial ante ella, y observarla, descubrir sus leyes y asumirlas como propias y plenas de valor fue la aspiración máxima de los antiguos sabios de Extremo Oriente. Pero también de los artistas. Los pintores chinos debían conocer las leyes secretas de lo que llamaban el li –principio que estructura todas las formas naturales– así como las del qi, o estudio de las características de la energía vital que anima a todo el universo.

Fotografías de la exposición Small Things in Silence.Masao Yamamoto

Tanto en China como en Japón, los artistas plásticos no intentaron imitar el aspecto externo de las cosas, su objetivo fue reflejar el “principio interior” que rige todas las cosas. Esto comportaba una absoluta interiorización de la naturaleza a través de contemplarla de forma continuada hasta fundirse con ella. Yamamoto forma parte de esta tradición, o al menos del sentimiento original que la propició. Para él, toda la vida natural es pura inmanencia de cualidades y energías, que dice sentir, ya sea en las suaves ondas de las olas, en la singular morfología de las piedras y raíces del campo o en las hermosas formas coloristas en las alas de las mariposas. Todas sus fotos intentan transmitir, como los maestros antiguos, la poesía interna de la naturaleza que solo el artista puede captar y expresar: “He intentado ser el mensajero de la naturaleza”, escribe en uno de sus textos.

Su arte recupera el diálogo espiritual del hombre asiático con la naturaleza

Yamamoto vive alejado del ruido y el bullicio de las ciudades y, como habitante del bosque, su mirada nos devuelve al antiguo sentido contemplativo de los monjes y artistas asiáticos. Sus fotos comunican la fuerza y sencillez de todo lo vivo, la poderosa y delicada belleza que irradia todo aquello que simplemente es: el estado natural y original del ser.

Lo natural en su estado originario es llana y simplemente la belleza. Pero lo bello es un anhelo, no una meta alcanzada. ¿Es acaso inalcanzable? En realidad, no hay nada más huidizo (ni más profundo) que esta misteriosa cualidad del universo que las capillas artísticas hoy día han decidido relegar hasta haberla convertido en estorbo. Pero esta pérdida de sentido –consecuencia directa del olvido– no implica en modo alguno su desaparición porque, digan lo que digan las voces oficiosas, la belleza encierra el mayor misterio del arte.

Heráclito y Pitágoras fueron los primeros pensadores occidentales en captar y entender la armonía secreta del universo, que el segundo de ellos denominó kosmos. Para el pitagorismo, la belleza expresaba la proporción de las partes y su recíproca relación, fundamento de todo el arte clásico. Esta teoría mantuvo su vigencia en Europa hasta mediados del XVIII. Un siglo después, la Ilustración transformaría el estudio de la belleza en estética. Palabra que proviene de la acepción griega aistetikós, que designa todo lo que es susceptible de ser percibido por los sentidos. De modo que a partir del siglo XVIII, la estética entregó el arte al endeble reino de las sensaciones agradables, desposeyéndolo de todo su antiguo sentido metafísico dado por Platón en la antigüedad, que se conservó vivo durante toda la Edad Media, siendo impulsado de nuevo en el Renacimiento por el neoplatonismo de Ficino, cuya influencia llegó hasta Miguel Ángel.

Fotografías de la exposición Small Things in Silence.Masao Yamamoto

A partir de este momento, las ideas estéticas fueron sufriendo diferentes metamorfosis al ritmo de sucesivos movimientos siempre duales: neoclasicismo-romanticismo, realismo-simbolismo, hasta llegar al siglo XX, en donde Valéry anuncia ya su muerte, en 1929, cuando escribe: “La Belleza es una especie de muerte. La novedad, la intensidad, la extrañeza, en una palabra, todos los valores de choque, la han suplantado”. Y tal es la situación presente. Ahora el coro de la obra parece recitar como las brujas de Mac­beth: ahora “lo bello es feo; lo feo, hermoso”.

En fin, todo esto viene a cuento para colocar a Yamamoto en un contexto histórico, ya que la belleza parece ser su verdad. En efecto, su arte recupera el diálogo espiritual del hombre asiático con la naturaleza y su deseo de transmitir la misteriosa expresión feliz de la vida. La muerte de la belleza es una mera desaprensión de significado; la consecuencia de haber perdido un sentimiento primigenio. Ahora la belleza no puede ser idealista ni reclamar este tipo de trascendencia. Lo bello solo puede ser hoy inmanente. Solo puede regresar a nuestro mundo artificial tecnificado de una manera renovada y natural, a través de su opuesto: la naturaleza. Tal como hace Yamamoto.

Su fotografía es la prueba fehaciente de cómo un artista abre una puerta al futuro

Pero ¿de dónde proviene realmente lo bello? Esta es una pregunta sustancial, que nos obliga a abordar este asunto desde una perspectiva psicológica. En efecto, a partir de que todo lo contemplado es siempre inseparable de quien lo contempla, se deduce que la belleza, en realidad, es un estado. Lo cual no quiere decir que se pueda afirmar taxativamente que no se encuentra también en la naturaleza. La liebre, el caballo y las aves marinas son bellas en sí mismas; sin embargo, no conocen la belleza, porque esta solo existe a través de la mirada y sentimiento del ser humano.

Quien no alcanza ese estado es incapaz de percibir lo bello. Realmente está a la mano de cualquiera, pero distinguirla y sentirla es una cuestión de grados o estados de sensibilidad. No se hace presente a todos. Riadas de personas pueden pasar todos los días por un mismo lugar sin descubrir su belleza, y otra persona descubrirla al momento. La belleza es un estado. Resuena en nuestro interior.

Yamamoto anuncia ya el advenimiento de una nueva belleza, cuyos santuarios se encuentran en los cada vez más escasos espacios naturales. Quizá esto nos ayude a volver a dialogar y sentir de nuevo la naturaleza como algo propio, no como algo distinto de nosotros, sino como el espejo de una realidad de la cual formamos parte. Su fotografía es la prueba fehaciente de cómo un artista, a contracorriente de todas las supersticiones modernas, abre una puerta al futuro; y en lugar de rendir culto a un presente cada vez más confuso, retoma ciertas claves culturales del pasado para renovar el lenguaje estético y expresar con todo rigor y naturalidad la transparencia original de la vida, que no es otra cosa que belleza y misterio en su más natural simplicidad.

Las fotografías de Masao Yamamoto se incluyen en el libro Small things in silence (Pequeñas cosas en silencio), editado por RM y Seigensha y con texto de Jacobo Siruela.

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