La celestina de la élite tecnológica

Amy Andersen, fundadora de Linx Dating, ayuda a encontrar el amor a los exigentes clientes de Silicon Valley

Al hombre de éxito que habita Silicon Valley también le palpita el reloj biológico. Llega el día en que quiere encontrar el amor pero no sabe cómo hacerlo. Es comprensible, mientras el resto de la humanidad se entrenaba en el arte del apareamiento, él escribía códigos a razón de 100 horas por semana, triunfaba, vendía startups…, era todo lo que ambicionaba su testosterona.

En The Wine Room, un bar de Palo Alto (California), conocí, por decir algo, a Robin: 31 años, ingeniero graduado por Stanford, exempleado ...

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Al hombre de éxito que habita Silicon Valley también le palpita el reloj biológico. Llega el día en que quiere encontrar el amor pero no sabe cómo hacerlo. Es comprensible, mientras el resto de la humanidad se entrenaba en el arte del apareamiento, él escribía códigos a razón de 100 horas por semana, triunfaba, vendía startups…, era todo lo que ambicionaba su testosterona.

En The Wine Room, un bar de Palo Alto (California), conocí, por decir algo, a Robin: 31 años, ingeniero graduado por Stanford, exempleado de Google y la NASA. Una empresa vendida. Robin iba todos los fines de semana a The Wine Room con su mejor camisa. Alguna vez coincidíamos. Se acercaba despacio, preguntaba: “¿Cómo te llamas?” (lo hizo hasta tres veces en tres días diferentes), y de inmediato se derrumbaba en el sofá más cercano. Nuestra amistad se consolidó porque durante un año mis amigas y yo lo llevamos a su casa varios sábados consecutivos, borracho, sin que mediaran más palabras que las justas para marcar en Google Maps su domicilio. Con el tiempo ni eso: nos aprendimos su dirección. ¡No íbamos a dejar a un genio tirado en un bar! Robin nos agradecía cada semana con una línea de código excelentemente escrita y de la que solo él podía apreciar en su justo valor. Ni una palabra en cristiano.

¿Qué haces?”, le preguntó. Él le dijo: “Compruebo si eres la BBD” (‘bigger better deal’; en castellano, la mejor opción)

“¿Robin sigue soltero?” – quien pregunta es una profesional del asunto. Amy Andersen (37) es la matchmaker (celestina de nuevo tipo) de la élite tecnológica de Silicon Valley. Su plataforma Linx Dating (2003) con sede en Menlo Park es un club de lujo, la membresía premium cuesta 25.000 dólares. Amy suele cobrar un bonus a los clientes que necesitan asistencia para sus primeras citas, por ejemplo un acompañante que les allane el camino. También cobra cuando empiezan a salir “en exclusiva”, y un extra, si se comprometen. “No es raro cobrar 100.000 de un cliente si mis gestiones terminan en matrimonio”, dice ufana.

El contenido de trabajo de Amy es amplio: entrena a sus clientes para que no estropeen sus citas en los primeros cinco minutos, les arregla una visita con el dermatólogo o el dentista si se tercia, les manda un interiorista para que les adecente la casa. Por Silicon Valley se comenta que ella personalmente ha tirado cepillos de dientes y alfombrillas de ducha que podían servir para hacer un cultivo de bacterias. “Paso horas repasando largas listas de exigencias”. Hasta ocho páginas por cliente: “Que todas las partes de su cuerpo sean naturales”, “Que no gane menos de 500.000 al año”, “Que acepte un plato de ducha con dos alcachofas, una frente a la otra”, “No menos de una copa C de sujetador”.

A la hora de pedir, sus clientes destilan arrogancia a pesar de sus escasas habilidades sociales. “Es gente de mente analítica, habituados a interacciones cortas y rápidas con un objetivo concreto”. Una vez que deciden que su objetivo es encontrar el amor se ponen a ello como si estuvieran escribiendo otra línea de código. A la vez tienen un ideal romántico elevadísimo y son difíciles de complacer. “Lo primero es conseguir que se dediquen a una sola persona y que no salgan con varias a la vez. Algo que contradice sus criterios de eficacia”.

Amy sabe de lo que habla. La historia fundacional de Linx Dating es uno de esos mitos que corren por el valle. Se cuenta que salía con un inversor de éxito. En un bar de San Francisco ella notó que por encima de su hombro él hacía un barrido del bar. “¿Qué haces?”, le preguntó. Él le dijo: “Compruebo si eres la BBD” (siglas que corresponden a bigger better deal; en castellano, la mejor opción). En otras palabras, que, a pesar de ella, su hombre seguía en el mercado con la antena alerta.

“Creen que pueden diseñar a la mujer perfecta, con medidas de modelo y un doctorado en Astrofísica. Mi clientela analítica y sobradamente preparada aplica a la búsqueda de pareja la misma metodología que los ha llevado al éxito profesional”. Ahora tiene entre manos un caso difícil: “Busca a una mujer sofisticada, con físico de supermodelo, afable, inteligente y lista para el amor. ¡Lo quiere todo, y no va a ser nada flexible!”. Amy reconoce a un cliente tozudo por la lista interminable de demandas, porque no le importa esperar: meses, años. Y por su disposición a pagar cifras de hasta seis dígitos por encontrar el amor de su vida. Si es que eso existe.

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