No sin mi sótano

La capital alemana duerme sobre una bolsa de agua que no ha dejado de crecer en los últimos años y que obliga a los vecinos a protegerse ante posibles inundaciones

Los berlineses adoran sus sótanos. El forastero que se lanza a la ardua tarea de buscar piso lo sabe bien. El proceso se repite unas cuantas veces. Tras visitar la casa, el agente inmobiliario le obliga a bajar unas escaleras y entrar en un cuartucho mal iluminado para ver la joya de la corona. “Lo importante es que está seco. Aquí podrá almacenar bicis o muebles sin que sufran daños”, asegura, convencido de que acaba de pulsar el botón mágico con el que ganarse un cliente.

Al principio, es difícil comprender esa insistencia en desterrar la humedad de los famosos keller. Pero u...

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Los berlineses adoran sus sótanos. El forastero que se lanza a la ardua tarea de buscar piso lo sabe bien. El proceso se repite unas cuantas veces. Tras visitar la casa, el agente inmobiliario le obliga a bajar unas escaleras y entrar en un cuartucho mal iluminado para ver la joya de la corona. “Lo importante es que está seco. Aquí podrá almacenar bicis o muebles sin que sufran daños”, asegura, convencido de que acaba de pulsar el botón mágico con el que ganarse un cliente.

Al principio, es difícil comprender esa insistencia en desterrar la humedad de los famosos keller. Pero unos cuantos datos bastan para explicar la obsesión por los sótanos secos. La capital alemana duerme sobre una bolsa de agua que no ha dejado de crecer en los últimos años. Esta es una buena noticia, porque convierte a Berlín en la única gran metrópolis europea capaz de autoabastecerse. El problema es que esa agua, a veces, moja las bicicletas y los muebles viejos.

El tema es recurrente en la prensa local y se presta a malentendidos. Pero Alexander Limberg, del departamento de Geología y Gestión de Aguas Subterráneas del Gobierno de Berlín, ayuda a aclarar la situación. Provisto de infinidad de mapas multicolores que despliega sobre la mesa, este funcionario califica de “exageraciones amarillistas” los artículos en los que se alerta de que 200.000 berlineses estarían en peligro de ver anegados sus sótanos. “En los últimos 20 años hemos recibido unas 1.300 quejas por daños. Son cifras que no justifican ningún tipo de alarmismo”, asegura en su despacho con vistas, como no, al río Spree.

No habrá motivo para preocuparse, pero el agua subterránea está más alta. En 25 años, algunas zonas cercanas al Spree han experimentado subidas de medio metro, un metro o incluso más. El motivo proviene, como casi todo en Berlín, de la historia. La ciudad que al inicio de la II Guerra Mundial tenía 4,5 millones de habitantes cuenta, 75 años después, con un millón menos. Y si hay menos gente lavándose y bebiendo, a la fuerza tiene que haber más agua bajo sus pies.

La caída del Muro, además de otras muchas cosas, trajo un gran ahorro de agua. En 1989, los berlineses consumían 378 millones de metros cúbicos. La cantidad ahora se ha estabilizado casi a la mitad. Las viejas industrias de la RDA, que durante la época socialista usaban cantidades ingentes, cerraron. Y los ciudadanos que, sin moverse de sus casas, acababan de pasarse a la otra parte del telón de acero moderaron sus hábitos. No tanto porque les entrara una súbita conciencia ecologista, sino porque el precio del agua se disparó nada más entrar en juego la ley de la oferta y de la demanda típica del capitalismo.

La ley en Berlín obliga a los ciudadanos a asegurarse de que los cimientos de sus propiedades están a salvo de posibles miniinundaciones. Prospectos del Ayuntamiento con el título “¿Cómo protejo mi casa contra las aguas subterráneas?” animan a aquellos que lo necesiten a hacer unas obras que pueden costar unos 50.000 euros para una vivienda unifamiliar. Pero cualquier precio es pequeño con tal de salvar el amado sótano.

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