El cuñado de Pascual

Por fuera todo era igual. Pero por dentro todo había cambiado. Lo vio en sus ojos huidizos

Cuando lo vio entrar por la puerta, no supo qué pensar.

Lo conocía desde hacía más de veinte años, y desde entonces le caía gordo, aunque no había podido evitarlo porque estaba casado con la hermana mayor de su mujer. Si hubiera sido por él, habría limitado el contacto a las cenas de Nochebuena y los cumpleaños de sus hijos, pero a su mujer le encantaba ir a su casa, que salieran los cuatro de vez en cuando, y pasar unos días cada verano en su chalet de la playa. Aquella afición, fuente de innumerables broncas, había estado a punto de dar al traste con su propio matrimonio. Porque a Pas...

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Cuando lo vio entrar por la puerta, no supo qué pensar.

Lo conocía desde hacía más de veinte años, y desde entonces le caía gordo, aunque no había podido evitarlo porque estaba casado con la hermana mayor de su mujer. Si hubiera sido por él, habría limitado el contacto a las cenas de Nochebuena y los cumpleaños de sus hijos, pero a su mujer le encantaba ir a su casa, que salieran los cuatro de vez en cuando, y pasar unos días cada verano en su chalet de la playa. Aquella afición, fuente de innumerables broncas, había estado a punto de dar al traste con su propio matrimonio. Porque a Pascual le gustaba mucho su mujer, siempre se habían llevado muy bien, pero no podía soportar que admirara tanto a aquel cretino con dinero, que no fuera capaz de ver su arrogancia, su petulancia, que le comparara en silencio con él a todas horas. Pascual era una buena persona, un hombre honesto que trabajaba como una mula en su bar, un local que abría casi de sol a sol, desde la hora del desayuno hasta la de la cena. Así había podido salir adelante, sacar adelante a su familia, tener todas las deudas pagadas y hasta ahorrar un poco. Antes de la crisis pensaba destinar sus reservas a la compra de un chalet en la playa, no tan grande, ni con tanto jardín, ni tan cerca del mar como el de su cuñado, un simple adosado, capaz sin embargo de satisfacer el más antiguo de los deseos insatisfechos de su pareja. No lo había hecho. Los tiempos no estaban para dispendios, y aquel colchón le había permitido capear el temporal sin despedir a nadie, sin reducir turnos ni bajar los sueldos. Tampoco había podido subirlos, pero sus empleados se daban con un canto en los dientes.

Como tantos españoles, Pascual se había acostumbrado a la crisis, a comprar lo justo, a no acumular pedidos, a llenar las vitrinas de la barra con las tapas que podía vender y ni una más, a mimar a sus clientes. Y no le iba mal. Estaba empezando a pensar que le iba incluso bien la noche que su cuñado escogió para llamarle por teléfono. Siempre llamaba un instante después de que él se dejara caer en el sofá, reventado tras una jornada entera de pie, detrás de la barra, cuando todavía no había terminado de llenar la copa de vino tinto con la que se premiaba antes de tomar un bocado viendo una película empezada en la televisión. Siempre llamaba en ese momento, pero esta vez el tono era distinto. No iba a proponerle un negocio estupendo, ni iba a hacerle un favor contándole lo bien que se llevaba con el director de su sucursal bancaria, ni quería convencerle de que sacara a los niños del instituto para llevarlos al colegio al que iban los suyos, ni contarle que le había comprado a Pili unas perlas muy buenas y muy bien de precio, y “quería decirte dónde las he conseguido”, por si le interesaba quedar bien con su mujer… No, nada de eso. “Si te viene bien, mañana me gustaría pasarme por el bar para hablar un rato contigo”. Eso fue lo que le dijo, y al día siguiente, al verle entrar por la puerta, Pascual no supo qué pensar, porque no supo quién era el hombre que venía a visitarle.

Por fuera todo era igual. Un abrigo de pelo de camello sobre los hombros, un traje azul, impecable, una corbata con la marca en el estampado, y todo tan bien planchado como el pelo canoso, ondulado sobre su cráneo. Por fuera sí, pero por dentro todo había cambiado. Lo vio en sus ojos extrañamente huidizos, en el temblor de sus labios al saludarle, en la insistencia con la que enrollaba y desenrollaba entre los dedos una tira de papel desde que se sentaron juntos a una mesa.

–¿Qué quieres tomar?

Primero hizo un gesto de desgana universal, como si no le apeteciera ninguna de las cosas de este mundo. Luego pidió una cerveza, pero apenas se mojó los labios con la espuma.

–Verás, Pascual… Yo he venido a pedirte un favor.

La cerveza le resultó útil sólo para mirarla, para tocarla, para darle vueltas al vaso sobre la mesa mientras hablaba sin levantar la vista hacia su interlocutor, que escuchó en silencio un discurso ordenado y fluido, tan bien trabado como si su cuñado lo hubiera ensayado minuciosamente ante el espejo. Y ni aun así se creyó lo que acababa de oír.

–Pero, hombre… ¿Qué trabajo le voy a ofrecer yo a tu hija? Aquí, ya ves, o servir mesas o estar en la cocina haciendo tapas, y una chica como ella, con carrera y varios idiomas y…

Su cuñado no le dejó seguir. También se había preparado esa réplica. Cuando terminó, Pascual se miró por dentro, se preguntó a sí mismo si se podía ser más tonto, y contestó que bueno, que la esperaba el día siguiente a las ocho en punto de la mañana.

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