Navegar es necesario

Mariana Eliano

Ahora se acuerda y le da la risa mientras lo cuenta con naturalidad, en el tono de las conversaciones triviales. Era tan joven entonces, tenía tanta ambición, y tanto miedo… En aquella época, inventarse una historia le angustiaba mucho menos que acertar con el atuendo para quedar bien en una fiesta. Pensar, escribir, rellenar un cuaderno tras otro en casa, a solas, era un premio, un privilegio, un milagro insólito y gozoso, pero, sobre todo, una tarea mucho más sencilla que contestar un cuestionario Proust. ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta? ¡Oh, Dios mío, esto no, otra vez no! ¿Y qu...

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Ahora se acuerda y le da la risa mientras lo cuenta con naturalidad, en el tono de las conversaciones triviales. Era tan joven entonces, tenía tanta ambición, y tanto miedo… En aquella época, inventarse una historia le angustiaba mucho menos que acertar con el atuendo para quedar bien en una fiesta. Pensar, escribir, rellenar un cuaderno tras otro en casa, a solas, era un premio, un privilegio, un milagro insólito y gozoso, pero, sobre todo, una tarea mucho más sencilla que contestar un cuestionario Proust. ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta? ¡Oh, Dios mío, esto no, otra vez no! ¿Y qué habrá contestado Fulanito? ¿Y Menganito? Todo el mundo va a pensar que soy un paleto, ¿qué te apuestas?

Si el artista es un hombre, se libra al menos de la competencia desleal de “las mujeres de”, que siempre son más fotogénicas, más monas, más delgadas y elegantes que las artistas primerizas a las que rodean en las inevitables fotos de familia. Pero, aunque el artista sea un hombre, le ampara el estupor de Jean Rhys, esa espléndida escritora británica que produjo media docena de libros excelentes en su juventud, sin éxito alguno, antes de recibir un premio importantísimo con el último, cuando ya era una anciana. Todo llega demasiado tarde, fue lo único que contestó al recibirlo. Todo había llegado demasiado tarde; todo, excepto la necesidad de seguir escribiendo.

Cuando es joven, el artista desea la gloria sobre todas las cosas. Trabajar, producir, vivir bien de su trabajo, mantener intacta la burbuja cálida y mullida donde nacen y crecen sus criaturas le importa mucho menos que recibir premios que aparezcan en las portadas de los periódicos, críticas cuajadas de adjetivos esdrújulos, pruebas públicas de la admiración de quienes cabalgan sobre las crestas de la moda. Cuando es joven, el artista es poderoso, enérgico, audaz, feroz, inocente y bastante tonto, pero esas cualidades van cambiando con el tiempo. Al madurar, con suerte, se incrementa su poder, su energía cambia de signo, su audacia se matiza, la ferocidad se torna más sutil, más puntiaguda, y la inocencia, ¡ay!, se pierde sin remedio. La tontería también. El paso del tiempo tiene sus ventajas. No va a ser todo engordar y arrugarse.

El artista maduro no tiene más enemigo que sí mismo, el termómetro de su propia ambición”

El artista maduro, como cualquiera, preferiría ser joven y sufrir. Y sin embargo, al recordarse con treinta años menos experimenta, más que nostalgia, una inmensa ternura por la inseguridad de aquel jovencito de mirada huidiza y hombros encogidos, aquella chica torpe y pintada como una puerta que nunca sabía dónde poner las manos en las fotografías. Porque sin él, sin ella, no habría conquistado el lugar donde está, una isla desierta a la que apenas llegan los murmullos de los cócteles, las quinielas de los premios, las insidias disfrazadas de halagos, la fatuidad de las ambiciones truncadas. En el lugar austero y despojado donde vive, el artista maduro no tiene más enemigo que sí mismo, su ímpetu y su cansancio, el termómetro de su propia ambición. Ha tardado mucho tiempo en aprender que la fama no tiene que ver con los brillos de los flashes. Ahora, cuando atraviesa cualquier alfombra de cualquier color con una camisa desprovista de corbata, si es hombre; con la cara lavada y unos zapatos cómodos, si es mujer, ni siquiera le da importancia a ese lujo de mostrarse tal cual es. La gloria no se conjuga con el verbo estar, sino con el verbo ser, pero nadie aprende esa lección sin pagar su precio en errores, en las inseguridades y torpezas acumuladas durante muchos años.

A cambio, si no es un muerto en vida, que también los hay, el artista maduro sabe que sigue estando expuesto a equivocarse. Porque, más allá de la bendita inconsciencia inaugural de sus primeras obras, el único camino para seguir creando con exigencia es arriesgarse. El riesgo es, en sí mismo, un bálsamo juvenil para su espíritu y la contraseña de su propia autoestima. Todo lo demás es artrosis, la muerte lenta de la producción en serie, el aburrimiento de contar siempre lo mismo con las triquiñuelas técnicas de los perros viejos. Perfección formal, lo llaman a veces.

Esa es la tormenta perpetua que habita en el interior del artista y bate las playas de una isla desierta a la que nadie consigue asomarse. Por eso, ningún ataque, ninguna crítica, ningún insulto puede hacer mella en el viejo tronco del barco hundido donde se sigue leyendo una vieja máxima escrita en latín, unas pocas palabras que lo explican casi todo.

No es necesario vivir. Navegar es necesario.

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