La vida eterna

Mariana Eliano

A veces se sorprende mirando al cielo y hablando sola. Afloja un poco, por favor, mamá, no aprietes tanto. Entonces se asusta, e inmediatamente después siente un misterioso consuelo.

–Pues todos mis amigos llevan piercings, todos mis amigos llevan tatuajes, y se dilatan las orejas, y les dejan volver a casa a la una de la mañana, o cuando les da la gana, pero yo no, claro, yo no puedo hacer nada…

Lo que le pasa cuando discute con su hija es más extraño aún, porque la mira y no la reconoce, pero la escucha y se reconoce a sí misma al otro lado del tiempo, el mismo tono, el mismo d...

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A veces se sorprende mirando al cielo y hablando sola. Afloja un poco, por favor, mamá, no aprietes tanto. Entonces se asusta, e inmediatamente después siente un misterioso consuelo.

–Pues todos mis amigos llevan piercings, todos mis amigos llevan tatuajes, y se dilatan las orejas, y les dejan volver a casa a la una de la mañana, o cuando les da la gana, pero yo no, claro, yo no puedo hacer nada…

Lo que le pasa cuando discute con su hija es más extraño aún, porque la mira y no la reconoce, pero la escucha y se reconoce a sí misma al otro lado del tiempo, el mismo tono, el mismo discurso, los mismos argumentos para perseguir objetivos distintos, o casi, porque ella también machacaba la hora de llegar a casa como un herrero su yunque, sin pausa, sin descanso. Sin piedad, concluye ahora.

–Y eso dicen ellos, hay que fastidiarse con tu madre la progresista, tanta izquierda, tanta izquierda, y se porta contigo como si fuera del Opus, y yo, ¡hala!, a morirme de vergüenza, porque no te imaginas la vergüenza que paso, que cuando ellos empiezan a animarse, me tengo que volver y ya no sé qué excusa poner, de verdad que no lo sé…

Eso no se lo cree, porque ella misma lo dijo tantas veces que es capaz de anticipar los énfasis y las pausas de esta cadena perpetua, pero le faltan palabras para explicar lo que siente, el escalofrío que le ahueca los huesos y espanta la sangre de sus venas cuando imagina el cuerpo de su hija, ese mismo cuerpo que una vez formó parte del suyo, taladrado, perforado, marcado como el de una pieza de ganado.

Lo único que quiero es cumplir 18 años e irme de esta casa, y así estaremos las dos bien

–Porque no respetas mi cultura, me impones tus ideas y yo no las quiero, mamá, a mí no me gustan, yo no pienso como tú y tengo derecho a tener vida social, a tener amigos y a ser como ellos, y no un bicho raro, porque si hiciera siempre lo que tú me dices, sería un bicho raro, nadie querría ser amigo mío, ¿eso es lo que quieres?

No sabe cómo explicarle lo que significó para ella verla por primera vez, mirar aquel bulto sonrosado, caliente, sentir su fragilidad y el compromiso de cuidarla, de alimentarla, de enseñarla a hablar, a andar, a defenderse sola. No sabe cómo explicarle que entonces también tenía miedo de todo, de no ser capaz de amamantarla, de que le subiera la fiebre, de que enfermara, de que tuviera problemas para crecer, para aprender, para llegar a ser lo que es ahora, una adolescente guapa, sensible, curiosa, autónoma y, aunque a veces se empeñe en demostrar todo lo contrario, o quizá precisamente por eso, inteligentísima. Una persona con muchos motivos para ser feliz y un desprecio radical por su propia felicidad.

–Y lo único que quiero, lo único que me apetece, de verdad, es cumplir 18 años e irme de esta casa, y así estaremos las dos bien: tú, porque te quitarás un problema de encima, y yo, porque podré vivir como me dé la gana, con tatuajes en todo el cuerpo y un agujero en cada oreja, así que ya sabes, nos quedan dos años, bueno, y un par de meses…

Al escuchar esa amenaza que le resulta tan propia, tan suya como su nombre y sus apellidos –el día que cumpla 18 años me voy de esta casa y todos contentos–, es cuando mira hacia arriba y se pregunta si, después de todo, no existirá de verdad la vida eterna; si su madre, tan cansada, tan harta, tan desesperada de aguantarla durante tantos años, no estará mirándolo todo desde una nube.

–¿Y tú, qué? ¿Qué te crees, que tus hermanos no me han contado cómo eras a mi edad? ¿Que no sé que estabas todo el tiempo discutiendo con la abuela, y cambiándote de ropa en el ascensor, y llegando tarde, y dando disgustos? Ya lo dice el tío Manuel, ninguno dio tantos disgustos como tu madre, ninguno…

Entonces se siente muy unida a su madre, y lamenta más que nunca haberla perdido tan pronto, mucho antes de que naciera esta nieta suya que se parece tanto a la hija rebelde que ahora, cuando ya no hay remedio, se arrepiente de cada grito, de cada desafío, de cada portazo. Y a veces, mientras comprende que ella misma daría cualquier cosa por ahorrarle a su hija, dentro de algunas décadas, el infructuoso tormento que la alcanzará, sin duda, cuando llegue su hora, experimenta una extraña sensación de compañía.

–Bueno, ¿me dejas o no?

–No.

–Te odio, ¿lo sabes?

–Lo sé.

Porque existe la vida eterna, pero es ésta.

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