La extraña escuela postdana: “Hemos perdido mucho, no podemos perder también el curso”
Las semanas sin clase han desbaratado la programación educativa de los colegios afectados por el temporal, a lo que se suma un regreso precario, con hasta 50 alumnos por clase
En la clase del colegio Jaume I de Catarroja hay 50 niños, casi todos de 10 años. El profesor levanta la mano y dice: “Ahora hablaremos de los movimientos involuntarios, como el latido del corazón”. Los chavales más cercanos a la pizarra están escuchando. Cuanto más alejadas están las filas, sin embargo, más despistados parecen. “Hay cuatro que están atentos. Los demás van hablando, flojito, pero no se enteran. Yo doy aquí clase de lengua y es superfrustrante”, comenta la directora Silvia Ferriol. Más de mes y medio después de la dana, todos los niños de los pueblos afectados por la dana han v...
En la clase del colegio Jaume I de Catarroja hay 50 niños, casi todos de 10 años. El profesor levanta la mano y dice: “Ahora hablaremos de los movimientos involuntarios, como el latido del corazón”. Los chavales más cercanos a la pizarra están escuchando. Cuanto más alejadas están las filas, sin embargo, más despistados parecen. “Hay cuatro que están atentos. Los demás van hablando, flojito, pero no se enteran. Yo doy aquí clase de lengua y es superfrustrante”, comenta la directora Silvia Ferriol. Más de mes y medio después de la dana, todos los niños de los pueblos afectados por la dana han vuelto a la escuela ―aunque faltan los de varios institutos―. Pero se trata de un regreso con muchos elementos extraños.
Juntar a dos grupos en una misma aula con varios docentes a cargo, como ocurre en el Jaume I, es una opción metodológica defendida por algunos expertos ―se le ha dado, por ejemplo, el nombre de hiperaula―. Dichas propuestas requieren, sin embargo, una serie de condiciones, como una disposición física y una acústica adecuada, y, sobre todo, unas sesiones diseñadas específicas para el contexto. Lo que sucede en el colegio de Catarroja y en otros municipios de L’Horta Sud parece, en cambio, algo más prosaico. Los daños sufridos por las escuelas, y la lentitud a la hora de repararlas o instalar aulas prefabricadas temporales, ha obligado a improvisar soluciones y a repartir a alumnado en otros colegios que ya estaban llenos. Y más que una apuesta metodológica innovadora, la impresión que transmite la clase del Jaume I es la de que hay un montón de niños amontonados. Las cinco semanas de clases perdidas tras el temporal pusieron patas arribas las programaciones escolares ―el diseño de cómo serán las clases a lo largo de un curso―, y los problemas logísticos desde que regresaron están acabando de desbaratarlas. “Hacemos todo lo posible, pero necesitamos normalidad. En estos pueblos ya hemos perdido muchas cosas, no podemos perder también el curso”, dice la docente.
Ferriol es directora, pero no de este colegio, sino del Vil·la Romana, situado en el mismo municipio, pero casi un kilómetro al norte. Su escuela, muy cercana al barranco del Poyo, se vio mucho más afectada por la inundación, y sus estudiantes se han dividido entre otro centro público de Catarroja (el Bertomeu Llorens) y este, donde han venido a parar unos 300.
Contaminación
En el patio, los niños dan la clase de Educación física con mascarilla. “Tenemos una unidad móvil de control de la calidad atmosférica”, dice la maestra abriendo un enlace en el teléfono móvil, “y el indicador no baja de extremadamente desfavorable, el máximo negativo”. La tierra del patio tampoco la pueden tocar. Aunque antes de reabrir se sacó lodo, nadie sabe qué puede haber en su composición. “Hacemos mucho lavado de manos”, dice Ferriol, “estamos un poco como en la pandemia”.
La pésima calidad del aire se debe principalmente al polvo en el que se ha transformado parte del barro que arrastró la dana, y que los camiones que pasan continuamente justo al lado del colegio levantan. Parte de los vehículos siguen vaciando cargamentos de lodo en un descampado que hay a unos 150 metros del Jaume I. Y hace unos días, no muy lejos, uno de los cementerios de coches que sigue habiendo en el pueblo se incendió. Afortunadamente, comentan los maestros, fue por la noche y el humo no afectó a la actividad escolar.
Bucear para salvarse
Si los plazos de reconstrucción se cumplen, Ferriol espera que después de Navidad al menos parte de su alumnado vuelva a su centro. La planta alta no se vio afectada por la dana, pero tiene goteras. Después de años pidiendo que se arreglaran, el proyecto ya estaba aprobado, pero, de forma contraintuitiva, a raíz de la inundación, parece haberse vuelto a parar. La directora considera “imprescindible” que las arreglen. Antes, cuenta, cuando llovía fuerte entraba agua, y el problema era básicamente que ese día no podían dar clase ―aunque a veces la cosa fue más seria y se desprendían paneles del techo―. Pero, con todo lo que han pasado los chavales, Ferriol cree la misma situación les generaría ahora más angustia. Uno de sus alumnos del último ciclo, por ejemplo, tuvo que bucear para salvar la vida. La dana lo sorprendió en la papelería de su padre. Cerraron, pero el agua fue filtrándose e inundó la tienda hasta alcanzar los dos metros. “Cuando ya vio la cosa muy mal, el padre le dijo: ‘tete, vamos a tener que salir nadando’. Levantaron la persiana como pudieron, salieron buceando por abajo y se quedaron cogidos a un árbol hasta que el nivel bajó”, dice la maestra.
Los colegios receptores les ha dado todas las facilidades, pero Ferriol lamenta que también para ellos la situación está teniendo un coste. “Estamos muy contentos de ayudarles. Y al mismo tiempo, es verdad que estamos saturados, porque las infraestructuras ya las teníamos justas”, comenta Batiste Ferrando, presidente de la asociación de familias del Jaume I. El colegio ha perdido temporalmente el gimnasio, la sala de música, y la biblioteca, reconvertidos en clases. Y los chavales tienen ahora que comer en su aula. “Acaban la clase, les suben la comida, acaban de comer y siguen dando clase. No desconectan”, explica Ferrando.
“Todos aquí hemos pasado por mucho”, añade Ferriol. “¿No te parecería normal que [desde la Generalitat] nos hubieran dicho: vamos a sentarnos a ver cómo está la escuela, qué necesitáis, por dónde empezamos? Pues no. Hemos tenido que ir nosotros persiguiendo a este y a aquel”.
Miedo a la lluvia
La dana ha dejado otras imágenes escolares extrañas. Una de ellas es la un grupo de 20 niños de ocho años en un aula universitaria. Son chavales del colegio público Lluís Vives de Massanassa, que han sido reubicados en la antigua Escuela de Magisterio de Valencia. Cada mañana, 10 autobuses recogen a sus 500 alumnos y los traen hasta aquí. “Algunos tienen mucho miedo. Cuando llueve se asustan. Dicen: si llueve no podré volver a casa”, comenta su director, Salva Crespo.
El docente cree, sin embargo, que, dadas las circunstancias, la solución que se le ha dado a su centro es bastante buena. Si en el Jaume I de Catarroja falta espacio, aquí sucede lo contrario. Las instalaciones fueron diseñadas para albergar a miles de estudiantes. En los últimos años ha albergado el máster de profesorado de secundaria de la Universidad de Valencia, que la institución académica ha reubicado en otro campus para poder ofrecer el edificio a los niños afectados por la dana. “Los primeros días se nos perdían todos”, dice el director del Lluís Vives, “pero ahora ya se han acostumbrado”. En una clase particularmente enorme ―la antigua aula de dibujo― dos niñas de nueve años confirman que están contentas de haberse reencontrado con sus amigas después de más de un mes sin poder salir casi de casa. “Y también”, dice la más bajita, “porque han empezado a arreglar un poco Valencia y hemos encontrado esta escuela donde podemos estudiar y hacer cosas”.
La zona de semisótano de la vieja Escuela de Magisterio alberga más clases ―que no han tenido que ser utilizadas por el colegio― y despachos. Muchos de ellos están ahora llenos de una chocante cantidad de cajas repletas de libretas, paquetes de folio, cartulinas, lápices, bolígrafos, mochilas, material deportivo, además de todo tipo de juguetes, donadas por colegios, asociaciones de madres y padres (Ampas), y entidades muy diversas de toda España ―desde la casa de la Comunidad Valenciana en Cantabria a clubs de rugby andaluces―. “La solidaridad ha sido impresionante”, dice Crespo, que admite que la verdad es que no saben qué hacer con tantas cosas.
El Lluís Vives de Massanassa ―donde hace unas semanas murió un operario mientras limpiaba el colegio― será demolido y reconstruido. Crespo cuenta con que tendrán que acabar el curso en la antigua Escuela de Magisterio, pero espera poder volver al pueblo para el arranque del curso 2025-2026, aunque sea en aulas prefabricadas. La Consejería de Educación no ha respondido a la pregunta de este periódico sobre cuándo calcula que todo el alumnado afectado por la dana podrá volver a sus centros educativos, aunque sea en instalaciones provisionales.