Escuelas derruidas y refugios antiaéreos: los profesores de Ucrania que la guerra no consigue acallar
Entre escuelas derruidas, a distancia, desde la pequeña esquina de un sótano o un refugio antiaéreo, estas son algunas de las historias de los docentes que siguen dando clase a pesar de la invasión rusa que asola su país
En la escuela de Valeriia Hukova, en Járkov, el tiempo se detuvo el 23 de febrero de 2022, la última fecha escrita con tiza en la pizarra de esta joven docente de 24 años. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, Hukova se despertó con el sonido de la guerra que ya entraba por su ventana, aunque en ese momento aún no lo sabía: había comenzado la invasión rusa de Ucrania. El suyo es el testimonio de una profesora de primaria que pasaría 42 días enseñando a sus alumnos ...
En la escuela de Valeriia Hukova, en Járkov, el tiempo se detuvo el 23 de febrero de 2022, la última fecha escrita con tiza en la pizarra de esta joven docente de 24 años. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, Hukova se despertó con el sonido de la guerra que ya entraba por su ventana, aunque en ese momento aún no lo sabía: había comenzado la invasión rusa de Ucrania. El suyo es el testimonio de una profesora de primaria que pasaría 42 días enseñando a sus alumnos por internet desde la pequeña esquina de un refugio antiaéreo. Y, como ella, muchos otros docentes que entonces hicieron, como ahora, lo imposible por no faltar a la cita con sus alumnos y darles una pequeña sensación de normalidad.
“Esa mañana, Sasha (mi novio) y yo cogimos nuestras cosas y nuestros animales y nos fuimos al café donde él trabajaba como cocinero, en el sótano de un edificio residencial que data de la época de la II Guerra Mundial”, recuerda Hukova. Durante varias semanas, unas 30 personas se las arreglaron para convivir allí, entre el miedo y la incertidumbre. El 1 de marzo habló por primera vez con sus alumnos, que solo querían saber dónde y cómo estaba ella, y acabaron retomando sus clases. Unos días más tarde, el 11 de marzo, Hukova volvió a trabajar, mientras Sasha y otros voluntarios preparaban en la cocina del local suficiente comida para cientos de personas refugiadas en los túneles del metro.
“Quien podía trabajar, trabajaba; quien podía ayudar en la cocina, lo hacía”, explica frente a la cámara web donde relata su historia. “Era extremadamente difícil, porque había unas 30 personas y yo estaba pidiéndoles todo el rato que bajaran la voz (…); iba incluso a la cocina y les pedía a aquellos hombres, que estaban cocinando toda aquella comida, que hicieran menos ruido porque yo estaba trabajando con mis niños”, cuenta con la sonrisa de quien incluso ahora siente apuro por aquellas peticiones que parecían rocambolescas. Eran, primero, chicos de tercero; luego empezó a enseñar cuarto, y más adelante incluso a adolescentes. 42 días, 42, hasta que el fuego de artillería destrozó el cableado y desapareció la conexión a internet. Entonces decidió trasladarse a Poltava, una ciudad al oeste de Járkov, para seguir enseñando a sus alumnos desde la habitación de un hostal. Y así pudo terminar el curso.
Un archivo digital para las víctimas de la guerra
El testimonio de Hukova, como el de muchos otros, fue recogido en vídeo gracias al Museo de Voces Civiles, un archivo digital creado por la Fundación Rinat Akhmetov con el propósito de salvaguardar la memoria de cuanto está pasando y del impacto que la guerra tiene en la población civil. “Lo hicimos sin ningún objetivo concreto, más allá de almacenar esos testimonios y de ofrecerles apoyo psicológico desde la distancia, como terapia”, describe por videoconferencia Natalia Yemcheko, su portavoz. Una labor que en realidad comenzó en 2014, cuando estalló el conflicto bélico con Rusia. “La única forma de superar cualquier trauma, y el PTSD [trastorno de estrés postraumático, por sus siglas en inglés] en particular, es nombrar y reconocer el problema, ser capaz de hablar de ello y así comprender lo que te sucede a ti mismo. Recoger estos testimonios sobre su experiencia de la guerra es un proceso terapéutico, si se hace de la forma adecuada”, añade.
Entre ellos, lo vivido por Olena Peslyak, la directora de una escuela en Opytne, destruida por el ejército ruso; por Liubov Shamota, cuya escuela en Yasnohorodka se transformó en un centro de primeros auxilios y ayuda humanitaria; por Mykhailo Vereskun, un profesor de la Universidad Técnica Estatal de Pryazovskyi, que perdió a muchos de sus amigos y compañeros en el bombardeo de Mariúpol; y por muchos otros, entre ellos las personas incluidas en este reportaje.
Desde entonces en el archivo digital se han recopilado más de 86.000 historias, con un protocolo que contempla cuatro pasos: unas conversaciones preliminares, para determinar si esa persona está lista para compartir su historia y si eso le ayudará en su propia evolución; obtener la autorización para manejar sus datos y compartir su testimonio; la entrevista en sí; y la publicación, si procede (solo han publicado un 10% del material). Un proceso que, explica, no afecta a todos por igual: “En mi opinión, incluso los niños que no han mirado la guerra a la cara, pero que se han visto forzados a abandonar sus hogares e incluso su país, o que han perdido a alguien cercano, están traumatizados (…). Y sus testimonios deben recogerse, si están psicológicamente preparados y sus padres o responsables legales están de acuerdo, porque son una parte importante del conflicto y de los crímenes de guerra”.
Organizan, además, campamentos para los niños que han sufrido este trauma, donde el componente psicológico es muy importante. Allí aprenden a preservar sus recuerdos y a hacer un diario en vídeo como herramienta de autorreflexión, para comprender por lo que están pasando y ser capaces de expresarlo.
Escuelas derruidas y refugios antiaéreos
Para Larisa Bykova, directora de la Escuela 29 de Mariúpol (en la provincia de Donetsk, bajo control de tropas rusas y separatistas), la fecha del 2 de marzo quedará para siempre grabada en su memoria. Las clases habían quedado interrumpidas desde el 24 de febrero, e incluso la enseñanza por internet les resultó imposible, dada la inestabilidad de la señal. Sin embargo, una veintena de personas residían en el sótano de la escuela; las familias de algunos profesores y estudiantes cuyos edificios no tenían donde refugiarse en caso de ataques aéreos. Hacía sol y los chicos se entretenían por los pasillos, en el gimnasio... e incluso fuera. Era la hora del almuerzo. “Mi marido miró por la ventana y se extrañó de ver tres chicos en el campo de fútbol de la escuela. Y entonces oímos un gran estruendo, y mi marido nos gritó que nos tiráramos al suelo”, recuerda Bykova.
Inmediatamente, aquel estruendo dio paso a un ruido sordo y, de repente, todas las ventanas estallaron. “Ahí nos dimos cuenta de que se trataba de una bomba de racimo, porque todo quedó destruido por la metralla. Parecía que venía de todas partes (…). Cuando finalmente nos pusimos de rodillas, la luz se había ido, y todo era blanco del polvo y del yeso de las paredes”, rememora. Sin tiempo ni para asustarse, corrieron hacia el sótano, donde hicieron un recuento y cayeron en la cuenta de los tres alumnos que habían visto fuera. Allí, en el campo de fútbol, había un cráter donde antes estaban los tres chicos, de 14 y 15 años. Uno de ellos, Ilya, falleció al momento. Otro perdió las piernas, y el tercero, que logró salvarlas, ahora vive en Inglaterra, donde se rehabilita.
En aquellos primeros meses, la prioridad era simplemente mantenerse con vida, explica Bykova por correo electrónico. Aquel alumno no fue la única víctima de la escuela; también perdieron a dos profesores, a un psicólogo y a varios padres. Después comenzó una ardua labor de localización de los estudiantes, algunos de los cuales estaban en el extranjero. “Sobre todo, no queríamos que ningún estudiante de 9º ni de 11º, que se iban a graduar, perdieran el año, así que empezamos a recomendar a todos que se matricularan urgentemente en alguna escuela a distancia en la parte no ocupada de Ucrania”. El 1 de septiembre retomaron las clases en formato virtual, aceptando a todos los jóvenes (de 6 a 17 años) de Mariúpol que quisieran continuar su educación a distancia en una escuela ucrania; y este curso lo comenzaron de la misma manera.
La historia de la Escuela 29, una de muchas, prueba hasta qué punto disponer de un refugio antiaéreo se ha convertido en un prerrequisito para la enseñanza presencial. Desde el inicio del conflicto hasta agosto de este año, Unicef ha construido 28 de estos refugios, gracias al apoyo de la Unión Europea. En uno de ellos, en una escuela infantil de Slavútich, al norte del país, los niños pasan la hora de la siesta en las cunas y camas de un espacio cuya renovación no hubieran podido emprender por sí solos. “Los refugios son seguros y adaptados a los niños, lo que les proporciona una sensación de comodidad. Un mural alegre con una hormiga sonriente de dibujos animados da la bienvenida a los estudiantes, y los maestros les dicen a los niños que ‘van a ver la hormiga’ mientras se dirigen bajo tierra”, explican fuentes de Unicef.
La historia de Anton Bilay
En la Escuela Politécnica de Mariúpol, el inicio de la guerra había mandado a casi todos los alumnos de vuelta a casa; incluso a la mayoría de la veintena de estudiantes internos que tenía el centro. A todos, excepto a tres huérfanos que no tenían a donde acudir. Para ellos, y para 24 desplazados que se alojaban en un hotel a un par de kilómetros de la escuela, cocinaban cada día el director del centro, Anton Bilay, de 42 años, y su mujer, arriesgando su vida bajo el fuego enemigo. Hasta que la situación se hizo insostenible: la escuela no tenía refugio y Bilay pidió ayuda a la policía, que se llevó a los chicos a un refugio en la Universidad Técnica.
Allí, sin embargo, estuvieron solo dos semanas, hasta que los soldados ucranios les recomendaron huir, ante la perspectiva de nuevos bombardeos más intensos. Los subieron a un autobús y los mandaron hacia un puesto de control ruso, y de ahí los tres chicos acabaron alojados en el Hospital Pediátrico Número 5, en la zona ocupada. “Durante todo ese tiempo, estuvieron en contacto conmigo por Telegram y Viber, gracias a unas tarjetas SIM que les había dado. En una de esas conversaciones, Iván, uno de los chicos, se echó a llorar y me dijo: ‘Anton Viktorovych, por favor, sácanos de aquí'. Así que no tenía elección”, explica Bilay en su testimonio al Museo de Voces Civiles. Pocos hubieran hecho lo que él hizo: de Mariúpol a Polonia, Lituania y Letonia, recorrió miles de kilómetros en tres días para poder rescatar a sus alumnos. Tuvo que cruzar la frontera rusa a pie y finalmente llegó al hospital, donde recogió a dos alumnos; el tercero había sido acogido por una familia. Y de allí, de vuelta a Kiev, donde esperan un final feliz, si es que es posible, a una guerra que ya ha desplazado a más de 13 millones de personas y ocasionado la muerte de casi 8.900 civiles.
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