La escuela competitiva

Recuerdo un maestro, a finales de la EGB, que nos hizo salir uno a uno a cantar la nota que habíamos sacado en un examen ante el resto de la clase

Estudiantes en una clase de BUP del Institut Vall d'Hebron, en Barcelona, en 1983.Antonio Espejo

Estoy convencido de que la escuela de hoy es mejor que la de antes. Pero también sé con certeza que, a pesar de dar ciertos avances hacia un universalismo democratizador en el terreno educativo (hacia una escuela “más justa”, diríamos), no hemos superado en este ámbito, como en otros golpeados por los efectos de la globalización, el afán por clasificar, por colocar a los aprendices ...

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Estoy convencido de que la escuela de hoy es mejor que la de antes. Pero también sé con certeza que, a pesar de dar ciertos avances hacia un universalismo democratizador en el terreno educativo (hacia una escuela “más justa”, diríamos), no hemos superado en este ámbito, como en otros golpeados por los efectos de la globalización, el afán por clasificar, por colocar a los aprendices en puestos de salida desiguales para la carrera de la vida.

Todos cargamos con una mochila de vivencias del pasado sobre esa escuela en la que, antaño, estudiamos. En ella muchos fuimos “bendecidos” con la suerte, la audacia y el éxito, a la par que otros tantos se quedaban en el camino. Dentro de mi mochila, recuerdo que una vez un maestro de finales de la EGB dedicó toda una clase a ir sacándonos uno a uno a la pizarra; no lo hizo para resolver un ejercicio o para hacer una exposición, sino para cantar junto a nosotros las notas que sacamos en un examen, a viva voz y ante el resto del grupo expectante. Haber tenido un diez, además, era objeto de especial alabanza, tal vez porque le recordábamos a su infancia: el premio era el reconocimiento público, un bocata o chuches en el recreo, y mostrarle los signos de la loable hazaña a los demás: un examen libre de los tachones y sin las marcas del ya tradicional bic rojo. Era la señal del mérito, y todos lo sabíamos, ya que también queríamos sentir ese dulzor en los labios, aunque fuera una vez.

Rara vez discutíamos alguna de esas notas (los docentes pertenecían a una estirpe de intachable autoridad), a diferencia de hoy en día en donde, como los cambios de leyes, todo está envuelto de duda, desconfianza y polémica. Pero, en una competición en la que no hay VAR para revisar los resultados, el peso de la razón siempre cae en las manos del arbitraje docente: el juicio de un profesional al que se le otorga la polémica tarea de clasificar, de ordenar en esta especie de darwinismo escolar del que no hemos sabido sacar a la escuela.

Curiosamente nuestra palabra “polémica” deriva del término griego pólemos, que significa “combate”. Al fin y al cabo, el proyecto académico garantista que vende la movilidad social y la igualdad de oportunidades como señas de identidad inocuas sigue siendo, en medio de una maraña de papeles donde ya apenas vemos los rostros del alumnado, eso: un combate plagado de controversia para demostrar que sigue prevaleciendo la maquinaria clasificadora de la escuela. Ahí continúa, intacta, esta incorruptible construcción tecnocrática que confirma década tras década, apenas sin cambios, la posición en la que cada púgil se coloca en función de su entrenamiento vital. Porque esa es la desigualdad justa que como sociedad hemos asumido: que cada cual llega hasta donde puede (o hasta donde lo dejan) en el deporte de la escuela competitiva.

Los costes sociales de asumir este desequilibrio están ahí: la pobreza infantil continúa en cifras preocupantes, seguimos atados al determinismo vital que vincula desigualdad y código postal, se diluye la conciencia de clase porque asumimos el castigo de la meritocracia, el alumnado con necesidades educativas especiales sigue sufriendo múltiples fórmulas discriminatorias y se expande una forma de entender la educación en la que el aumento de oferta (ya nadie entiende las telarañas en forma de nomenclatura de los nuevos planes educativos) camufla diversas estrategias segregadoras. Todo ello para seguir haciendo de la escuela un ejercicio de supervivencia o, a lo sumo, un mecanismo más de selección de la dinámica neoliberal de los mercados.

En la escuela competitiva es habitual pensar que la mejor forma de educar y de aprender es haciendo grupos de nivel, una fórmula extendida sobre todo en los programas mal llamados bilingües, pero también en otras propuestas organizativas. A pesar de que hay investigaciones educativas que alertan de su impacto en la inequidad, el entramado interno de muchos centros y, sobre todo, la cultura docente, sigue apoyándose en una forma de entender la enseñanza en la que la mezcla social de origen y cognitiva es perjudicial, cuando, por ejemplo, de los datos derivados de los informes PISA se deduce justo lo contrario.

¿Qué hacer, entonces, para que la escuela sea menos competitiva? Desmantelar su maquinaria no es nada fácil, pero desde luego pasa por, como opina Dubet en La escuela de las oportunidades (2006), reconsiderar nuestras ideas de partida sobre las funciones de la escuela. En ellas, hay que entender que la carrera despiadada por alcanzar las mejores notas (esos dieces expuestos en celebraciones de la mal entendida excelencia) no conduce sino a deteriorar la salud mental de la población juvenil, tal y como explica Madeline Levine en El precio del privilegio (2015).

En esa línea, el avance hacia una evaluación formativa que supere la suma de méritos supuestamente objetivos expresados en números que ordenan y clasifican precisa de una drástica reducción del número de estudiantes que atiende cada profesional. Y también, de paso, necesita la superación de creencias sobre estos sistemas de selección, que se apoya en la cultura arraigada de los docentes que, en su tiempo, fueron sus beneficiarios, por lo que está claro que no dejarán de creer en él: es el modelo que ha traído a los vendedores de la escuela competitiva hasta aquí.

Esta escuela del afán competitivo en la que llegan mejor a la meta los seleccionados por su condición de partida necesita, pues, una redefinición de sus principios, blindados desde las políticas educativas: desde tutorizaciones personalizadas que no precisen del voluntarismo docente hasta el establecimiento de metas compartidas que den continuidad al sistema en torno a una cultura común prioritaria para todos, desde el primer al último año de la escolarización obligatoria. La LOMLOE avanza en esa línea con el llamado perfil de salida (común en todo territorio) que, cuando se den las condiciones adecuadas, podría permitirnos caminar hacia un modelo más justo y equitativo.

Esa redefinición de las metas no debe quedarse fuera de los centros, como responsabilidad de los órganos exteriores, sino que debe impregnar nuevas dinámicas internas: convertir las escuelas, en definitiva, en laboratorio para el análisis de las causas contextuales del fracaso, de la revisión de lo que consideramos éxito, excelencia o mérito con nuestro alumnado concreto, el que vemos día a día y al que escuchamos a través de sus relatos. Así descubriremos que en esta escuela, la competitiva, la de toda la vida, no ha dejado de sobrevolar el llamado efecto Pigmalión: el que tiene su origen mitológico en la historia de un rey de Chipre —aquel maestro de mi infancia— que recreó a través de una estatua su idea de perfección, al igual que muchos docentes recreamos en nuestros chicos y chicas nuestras expectativas de éxito y fracaso, sin que puedan desprenderse de ellas, aunque lo intenten.

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