Castells, el intelectual ácrata que no se imaginó de ministro
El reputado sociólogo ha sido un político atípico con fobia a la exposición pública, lo que le ha granjeado una fama irreal de vago
El nombramiento en enero de 2020 como ministro de Universidades de Manuel Castells (Hellín, Albacete, 79 años), reputado sociólogo con residencia en California desde los ochenta, sorprendió a todos, empezando por él mismo. Se le encuadró en la cuota de Podemos ―concretamente a propuesta de los Comunes―, pero él siempre se ha sentido más cercano al presidente Pedro Sánchez. El hoy presidente viajó en 2016 a Estados Unidos con su familia nada más dejar la secretaría general del PSOE y allí congeniaron.
En su toma de posesión, en enero de 2020, Castells criticó en público la división en do...
El nombramiento en enero de 2020 como ministro de Universidades de Manuel Castells (Hellín, Albacete, 79 años), reputado sociólogo con residencia en California desde los ochenta, sorprendió a todos, empezando por él mismo. Se le encuadró en la cuota de Podemos ―concretamente a propuesta de los Comunes―, pero él siempre se ha sentido más cercano al presidente Pedro Sánchez. El hoy presidente viajó en 2016 a Estados Unidos con su familia nada más dejar la secretaría general del PSOE y allí congeniaron.
En su toma de posesión, en enero de 2020, Castells criticó en público la división en dos ministerios de Ciencia (Pedro Duque) y Universidades ―“Hablando muy claro: yo personalmente no estoy de acuerdo”, dijo―, así que la prensa presagió que iba a ser una fuente inagotable de titulares. Pero el teórico de la comunicación y el poder de la sociedad en red se ha comportado de una forma más comedida de lo esperado, aunque con alguna salida poco habitual en un gobernante, como cuando dijo: “Hay profesores asociados con sueldos de miseria”.
Pese a las presiones de Podemos porque apostase por un perfil más político, Castells ―consciente de su limitado conocimiento de la realidad española― mantuvo en el cargo de secretario general de Universidades a José Manuel Pingarrón, vicerrector de la Complutense, al que los rectores consideran uno de los suyos. Con esta decisión, el profesor de la Universidad de Berkeley y la Oberta de Catalunya dejó claro a Podemos que iba a ser un verso suelto que no respondería de sus actos ante Pablo Iglesias, al que jamás cita (tiene grandes palabras hacia Yolanda Díaz).
Tras su nombramiento, no se le vio en un mes y debutó sin cámaras visitando casi por sorpresa ―queda rastro con una fotografía en Twitter― la Universidad del País Vasco. La intención de Castells, a través del tour El ministro escucha, era hacer un diagnóstico durante un año de la Universidad española conociendo las 50 instituciones, pero la pandemia estalló y sus planes cambiaron. Tuvieron que buscarle una casa porque vivía en la Residencia de Estudiantes que cerró y los encuentros con la comunidad universitaria ― rectores, sindicatos o estudiantes― pasaron a ser telemáticos, reduciéndose entonces casi a cero su exposición pública. Hasta el punto que solo celebró una rueda de prensa en ocho meses y terminó culpando a La Moncloa de su invisibilidad.
Este diario informó de su nula presencia y arreciaron las críticas mediáticas y de los partidos. “¿Dónde está Castells?”, se burlaban los estudiantes en Twitter, aunque él no dejaba de reunirse con sus representantes. Se le tildó de vago ―y esa fama le ha acompañado―, pero lo cierto es que él y su ministerio ―conformado por poco más de un centenar de personas y con un presupuesto de apenas 258 millones de euros― nunca han dejado de trabajar, aunque haya sido en la sombra.
La prueba es que Universidades ha gestionado 530 millones de euros comunitarios para digitalización o recualificación de la plantilla, ha forzado a las autonomías a volver a las tasas de matrícula de 2012, ha sacado adelante un cambio en el ordenamiento de las enseñanzas, un decreto que obliga a las universidades a cumplir unos mínimos de calidad para seguir existiendo, va a agilizar las convalidaciones de estudios o ha logrado aprobar la ley de convivencia universitaria, que pone fin al reglamento disciplinario anticonstitucional de 1954.
La obsesión de la disciplina
Anular ese reglamento era casi una obsesión para Castells, que en 1962 tuvo que cruzar los Pirineos huyendo del franquismo tras una huelga ilegal de estudiantes. Se licenció en Derecho y se doctoró en Letras y Ciencias Humanas en la Universidad de París y luego en Sociología en la Complutense. Un currículum apabullante ―ha sido, asimismo, profesor visitante distinguido en Cambridge, Oxford o el MIT― y en opinión de algunas fuentes consultadas, ello le lleva a hablar desde un pedestal intelectual, lo que dificulta cualquier negociación. “Es un soberbio, que habla por encima del bien y el mal”, aseguran sus detractores.
Ante las críticas a su invisibilidad, la política de comunicación de Castells cambió hace un año para tomar más protagonismo, aunque ha seguido asegurando que apenas lee lo que se publica de él. Reconoce que enseguida se dio cuenta de que la realidad funcionarial española era muy compleja. “Todo el mundo pensó que con mi trayectoria internacional iba a hacer grandes proyectos, pero empecé por las becas y las tasas. Materialismo vulgar”, contó recientemente en este periódico.
Su idea inicial era redactar por fin un Estatuto del PDI (Personal Docente Investigador), pero su encontronazo con los sindicatos fue tan grande, que optó por intentar aprobar la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) en la que integrar luego el estatuto. Paradójicamente, Castells se ha ido acercando a los sindicatos, con los que ha llegado a acuerdos laborales, mientras se alejaba de los estudiantes, con los que conectó desde el principio ―hasta ha lucido sus camisetas reivindicativas―, y los rectores, moderadamente satisfechos con la segunda versión de la norma.
La tensión prendió con los estudiantes hace mes y medio por la ley de convivencia, que Castells pactó con estos y los rectores, pero que luego ha sido modificada en el Congreso para alcanzar un pacto con Esquerra. Aunque la mediación sigue siendo el anclaje principal de la norma, esta se ha visto algo descafeinada porque deja en manos de cada universidad su desarrollo. En paralelo, a mediados de noviembre, los rectores se negaron a emitir un dictamen preceptivo sobre la ley en el Consejo de Universidades pues consideraron que no era el texto definitivo.
Durante estos dos años Castells, que es infatigable ―llegó un día a contestar preguntas en el Senado durante ocho horas―, ha visto cómo su salud se ha ido resintiendo. En septiembre de 2020 anunció que se había operado de la espalda ―“nada grave, pero urgente”― y se ha sometido a periódicos controles en un hospital de Barcelona. Los médicos siempre le han recomendado bajar el ritmo y en las últimas semanas Pingarrón, su secretario general, ha liderado las negociaciones; y en paralelo él se ha estado reuniendo de forma telemática con los rectores individualmente.
Esta semana el diario catalán Ara publicó una entrevista con Castells que ahora suena a despedida con sorna:
― Sí que se habría podido prohibir en las universidades que contraten a sus doctores para evitar el enchufismo. ¿Por qué no se ha hecho?
— Porque sería como comer carne humana. Esto lo dejo para el próximo ministro.
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