La nueva política económica
Actualmente, las medidas se supeditan a objetivos de seguridad nacional y de resiliencia
Parafraseando al filósofo danés Soren Kierkegaard, la historia se vive hacia delante, pero solo se entiende hacia atrás. El proceso dialectico vital de acción-reacción implica que el resultado final, ese que después describimos y explicamos con una racionalidad y lógica interna aplastante, raramente coincide con las intenciones iniciales. El resultado final es el efecto acumulado de muchas decisiones, algunas planificadas, otras improvisadas, y muchas fruto del azar y la serendipia. Para entender la nueva políti...
Parafraseando al filósofo danés Soren Kierkegaard, la historia se vive hacia delante, pero solo se entiende hacia atrás. El proceso dialectico vital de acción-reacción implica que el resultado final, ese que después describimos y explicamos con una racionalidad y lógica interna aplastante, raramente coincide con las intenciones iniciales. El resultado final es el efecto acumulado de muchas decisiones, algunas planificadas, otras improvisadas, y muchas fruto del azar y la serendipia. Para entender la nueva política económica, enfocada en la inversión y no el ahorro, mucho más micro que macro, con actuaciones que limitan, en lugar de potenciar, la mano invisible del mercado, hay que mirar hacia atrás.
Cuando me incorpore al FMI, a finales de los 1990, el paradigma estaba claro: la política económica consistía en liberalizar la economía, estabilizar la inflación, y reducir los déficits. Uno de mis primeros jefes dejó un día en una reunión una frase lapidaria: en su larga carrera como economista del FMI, nunca había recomendado una política fiscal menos austera de la que propusiera el Gobierno. Las economías siempre podrían ser más flexibles y abiertas, el sector público más reducido, el déficit menor. Siempre se podía ser más virtuoso para potenciar el crecimiento.
Este consenso se entendía mirando hacia atrás. La larguísima onda expansiva de la crisis energética, la gestión de la caída del telón de acero, las dificultades de la integración europea, las interminables crisis de los países emergentes, eran problemas que podían resolverse con una aproximación siempre mayor al modelo económico neo-keynesiano (que no neoliberal, concepto cuyo abuso ha despojado de significado) de agentes representativos. La estabilidad de precios, la disciplina fiscal, y la desregulación y liberalización como avenidas para la maximización del crecimiento potencial.
Hasta ahí, todo bien. El fin de la historia que predicaba Fukuyama —el dominio de la democracia liberal— coincidía con el fin de la historia económica —el dominio del modelo neo-keynesiano—. Pero, poco a poco, se empezaron a vislumbrar los límites. El fiasco de las privatizaciones de la antigua Unión Soviética despertó las primeras alarmas. El FMI debatió la incorporación a su mandato de la liberación de la balanza de capitales, como extensión lógica de la liberalización de la balanza comercial, pero no llego a fructificar. ¿Es posible que se pudiera liberalizar demasiado? Los países emergentes, escarmentados tras sus múltiples crisis en los años 1990, empezaron a tomar cartas en el asunto, gestionando sus tipos de cambio de manera activa y acumulando reservas como mecanismo de autodefensa, ignorando los nuevos instrumentos de protección que ofrecía el FMI. Mirando hacia atrás, allí empezó el proceso de reequilibrio entre eficiencia y resiliencia.
La crisis financiera de 2007-08 marco un punto de inflexión: si, quizás se había ido demasiado lejos, la regulación financiera había confiado en exceso en las virtudes de la mano invisible para la gestión de riesgos, había que intervenir más y mejor. La reforma de la regulación financiera aumentó de manera significativa los requerimientos de capital y liquidez del sector bancario y restringió sus actividades especulativas. El siguiente paso fue el debate, inicialmente tímido y casi a escondidas, sobre la bondad de los controles de capitales. Escondido tras eufemismo “gestión de flujos de capital”, poco a poco el FMI admitió, y luego incluso fomentó, los controles de capitales como instrumento de política económica. Quién te ha visto y quién te ve.
Tras la crisis, la deflación se había convertido en el enemigo a batir, y la política monetaria, antaño aburrida y minimalista, se había convertido en una sopa de letras de programas de compras de activos y provisión de liquidez que actuaban sobre un amplio espectro de activos financieros. El susto de la restructuración de la deuda griega mantuvo la disciplina fiscal como el ultimo bastión del paradigma neo-keynesiano, pero la persistencia del riesgo deflacionista y el aumento de la desigualdad abrió la puerta a un uso más activo de la política fiscal. La guinda la añadió el FMI, sugiriendo que la reducción de la desigualdad no solo debería ser un fin en sí mismo, sino que podría ayudar a mejorar el crecimiento potencial. El crecimiento a secas ya no bastaba, había que ir a por el crecimiento inclusivo. El énfasis en el ahorro daba paso a la inversión, el estado protector se ampliaba, el paradigma evolucionaba.
Pero EE UU, durante la administración Trump, fue más allá y rompió un tabú: el uso activo de los aranceles y la política comercial para objetivos no relacionados con el comercio internacional. La guerra comercial con China iba mucho mas allá de la corrección de distorsiones comerciales, e implícitamente marcaba el retorno al proteccionismo y el inicio del fin del sistema de gestión multilateral del comercio internacional. La administración Biden no solo ha mantenido los aranceles, sino que ha abundado de manera preocupante en el uso de la política comercial con objetivos estratégicos. El concepto de friendshoring —establecer relaciones comerciales solo con países aliados— implica una re-regionalizacion económica con ganadores y perdedores.
La crisis de la covid —cuya gestión fue dominada por una política fiscal activa— y la invasión rusa de Ucrania —que insertó la independencia energética y la seguridad nacional en la política económica— dieron el empujón final a la transformación de la política económica. Esta contempla ahora una amplia panoplia de actuaciones —subsidios, sanciones, límites de precios, impuestos específicos, aranceles, restricciones— junto con una política industrial activista, lo que ha denominado Janet Yellen, la secretaria del Tesoro americano, la “nueva política de oferta”. La política económica se supedita a los objetivos de seguridad nacional, como muestran los recientes programas de restricciones de inversión, subsidios, y sanciones en el sector de los semiconductores.
La política económica de los años 1990 era política macroeconómica, enfocada en el crecimiento. La política económica del siglo XXI es política microeconómica, enfocada en la resiliencia. Por un lado, es la evolución lógica: como dicta la regla de Tinbergen, cuando hay múltiples objetivos —crecimiento, desigualdad, cambio climático, independencia energética, seguridad nacional— hacen falta múltiples instrumentos. Por otro lado, crea un contexto de incertidumbre: se van acumulado actuaciones, algunas improvisadas, sin tener la visión global ni, por tanto, entender el efecto conjunto de todas las medidas. Carecemos de una teoría sobre la eficiencia y coste del uso de medidas económicas como instrumento geoestratégico. ¿Es deseable la normalización del uso de aranceles, subsidios, y sanciones? ¿Cuáles son los efectos colaterales y de largo plazo, y cuál es el mecanismo para desmantelarlos? ¿Es más eficiente el uso de sanciones económicas por motivos geoestratégicos que el refuerzo de los instrumentos militares? En Europa, ¿deben diseñarse y financiarse estas medidas a nivel nacional o, preferiblemente, a nivel europeo? Y, sobre todo, ¿cuál es el impacto neto sobre el crecimiento y el bienestar de los ciudadanos?
La nueva política económica la estamos creando día a día, pero tardaremos en entenderla hacia atrás.
En Twitter: @angelubide