¿Inflación o crecimiento? El dilema diabólico de los bancos centrales

Los principales organismos monetarios tienen que calibrar con gran precisión su lucha contra el aumento de precios para que el avance económico no descarrile

Sede del Banco Central Europeo en Fráncfort (Alemania).Elmar Kremser (AFP)

Dos grandes traumas del siglo pasado pesan todavía hoy sobre los bancos centrales: la Gran Depresión y la Gran Inflación. Los historiadores relatan cómo la Reserva Federal contribuyó en 1929 a uno de los mayores desastres de todos los tiempos al subir tipos y restringir la liquidez del mercado en pleno derrumbe económico. También recogen cómo en los setenta ocurrió todo lo contrario: la institución no...

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Dos grandes traumas del siglo pasado pesan todavía hoy sobre los bancos centrales: la Gran Depresión y la Gran Inflación. Los historiadores relatan cómo la Reserva Federal contribuyó en 1929 a uno de los mayores desastres de todos los tiempos al subir tipos y restringir la liquidez del mercado en pleno derrumbe económico. También recogen cómo en los setenta ocurrió todo lo contrario: la institución no supo dar con la palanca para frenar una brutal escalada inflacionista impulsada por las dos crisis del petróleo. Cuatro décadas —y una Gran Recesión— después, los bancos centrales demostraron haber aprendido la lección al responder con contundencia al gran varapalo provocado por la pandemia. Pero no ha habido tiempo para felicitarse por el éxito y hoy buscan la hoja de ruta precisa para frenar un alza de precios desbocada y a la vez evitar otro retroceso económico. En plata: esquivar la estanflación.

Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal (Fed), reivindicó hace apenas dos semanas la figura de Paul Volcker, el hombre que a comienzos de los ochenta acabó con la espiral inflacionista que durante más de una década había atormentado a Estados Unidos. En una respuesta en el Congreso a un senador republicano, Powell aseguró que Volcker había sido “el mayor servidor público económico de la era”. Esta semana Powell pudo sentirse algo más cerca del difunto expresidente de la Fed, quien logró romper la espiral inflacionista a costa de subir los tipos de interés por encima del 20% y provocar una recesión. El paso que dio el actual jefe del banco central está aún lejísimos de esa cota, puesto que la primera subida de tipos desde el estallido de la pandemia fue de solo el 0,25%, dejándolos en el 0,5%. Sin embargo, el consejo de la Fed desplegó ya las alas de un halcón y apuntó a otras seis subidas en 2022 y a una reducción del balance.

Los mercados no tienen duda: los caminos monetarios de los bancos centrales empiezan a distanciarse. Washington, Fráncfort, Tokio o Londres barruntan cómo afrontar una situación diabólica. Esas cuatro instituciones han inundado los mercados con 9,1 billones de euros en apenas dos años para amortiguar la caída de la economía mundial. Los extraordinarios programas fiscales que lanzaron los gobiernos acompañaron esos planes de compras de activos y, juntos, desplegaron una red que permitió una recuperación empañada por las sucesivas olas de contagios. La situación dio un vuelco en 2021: el mundo empezó a dejar atrás los confinamientos y salió a consumir, pero faltaban productos, sobre todo los codiciados semiconductores; las cadenas de suministro globales se rompían y los principales nodos marítimos se atascaban. El resultado fue una galopante inflación jamás vista desde los años ochenta.

En septiembre de 2021, el alza de precios alcanzaba ya el 5,4% en Estados Unidos, que había completado su plena recuperación y presumía de un mercado laboral a plena capacidad. Pero fue Christine Lagarde, presidenta del BCE, quien ese mes anunció que empezaba a relajar su programa de estímulos —de 1,85 billones de euros— ante la inquietud de Alemania por una inflación que superaba ya el 3% en la zona euro. El horizonte aún no estaba despejado. Los banqueros centrales pasaron el otoño tratando de dilucidar cuál era la peor amenaza: la inflación, que entonces creían “temporal”, o la amenaza sobre la recuperación que suponía la variante ómicron de la covid. En invierno llegaron las primeras respuestas: Inglaterra y Noruega subieron los tipos de interés, la Reserva Federal adelantó sus planes de retirada de estímulos y apuntó a marzo para encarecer el precio del dinero y el BCE siguió reduciendo las compras sin plantearse tocar las tasas. “Los bancos centrales fueron muy lentos a la hora de admitir que debían endurecer su política monetaria. Y ahora lo siguen siendo. La Reserva Federal debería haber empezado antes”, critica el exasesor del Banco de Inglaterra y profesor emérito de la London School of Economics, Charles Goodhart.

Ante la pertinaz subida de los precios, Lagarde decidió unirse al resto de bancos centrales y preparar a los mercados para una subida de tipos (ahora entre el -0,5% y el 0%) en 2022. Hasta el pasado 3 de febrero, la francesa había descartado que ese aumento fuera a producirse este año. Ese día dejó hacerlo. La salida de Jens Weidmann del Bundesbank no impedía que Alemania —acompañada por Austria, Bélgica o los Países Bajos— presionara por empezar un proceso que bautizaría como “normalización” monetaria. Las actas del Consejo de Gobierno de ese día reflejan la división en el seno del órgano entre halcones y palomas. Los primeros advertían de la gran amenaza que suponía el alza de precios, ya alrededor del 6% en Europa, mientras que otros advertían del peligro de una fragmentación en los mercados de deuda. En la discusión, se abordó de forma somera otro asunto: los consejeros apreciaron que los precios del gas estaban subiendo, lo cual atribuyeron a las crecientes tensiones en Ucrania.

Fin de los tipos negativos

Los bancos centrales enfilaban ya en febrero, pues, el camino hacia el fin de una era de tipos de negativos. Pero la madrugada del 24 de febrero Vladímir Putin ordenaba atacar Ucrania, lo que desencadenó las represalias de Occidente en forma de sanciones económicas. EE UU y la UE atacaron directamente al Banco Central de Rusia, al sistema financiero del país y al entorno económico de Putin. Los efectos de la guerra se extendieron en cuestión de días al resto de Europa a través del precio del petróleo y el gas, que ha llevado a los carburantes y la electricidad hasta máximos históricos, y a una gran escasez de materias primas. La política de covid cero de China y el cierre del cielo y los puertos rusos para el transporte han acabado por empeorar el atasco global. El resultado: más presión sobre la inflación.

El BCE cree que por ahora el golpe puede restar entre un 0,5% y un 1,4% del PIB de la zona euro y aupar la inflación hasta una tasa media de entre el 5,1% y el 7,1% en 2022. “Los bancos centrales se plantan ante un grave dilema, puesto que el contexto actual pone en riesgo la economía, pero también los precios. La cuestión es si la inflación tiene un carácter temporal o ya es permanente. La situación es muy compleja”, advierte el profesor de la London School of Economics y exasesor de la Comisión Europea, Paul De Grauwe.

Los mercados creyeron que el BCE resolvería ese dilema a favor del crecimiento, puesto que no todos los países de la zona euro –entre ellos España y Alemania— habían recuperado el PIB anterior a la pandemia. El rendimiento del bono alemán a diez años volvió a terreno negativo y los gobernadores de los bancos nacionales empezaron a mover ficha. Portugal, Grecia y Finlandia advirtieron en los días previos al consejo del peligro de estanflación, mientras que Alemania insistió en la amenaza del alza de precios. Clemens Fuest, presidente del instituto Ifo de Múnich y uno de los economistas más influyentes de su país, sostiene que los bancos centrales necesitan controlar la inflación vigilando que el crédito siga fluyendo. “No es solo la guerra. Incluso antes de esta teníamos una inflación creciente debido al aumento de los precios de la energía, los precios de los alimentos y las interrupciones de la cadena de suministro”, sostiene Fuest.

Christine Lagarde, presidenta del BCE.reuters

Los inversores, instalados en el nerviosismo, erraron. Este marzo, la balanza del BCE se decantó por el lado de la inflación. Para conciliar las dos almas del consejo, Lagarde decidió adelantar el plan de retirada de las compras de deuda a junio ante la perspectiva de que la tasa de inflación se estabilice en el objetivo del 2% a medio plazo. A partir de ese mes no hay nada decidido. “Si las perspectivas de inflación a medio plazo cambian y las condiciones de financiación fueran incoherentes con una continuación del avance hacia nuestro objetivo del 2%, estamos preparados para revisar el plan de compras netas de activos tanto en términos de importe como de duración”, explicó esta semana el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos. El BCE, además, introduce otra novedad. Antes sugería que después de parar las compras llegaría una subida de tipos casi de inmediato. Ahora no: se dejará que pase un tiempo entre el fin de las compras de deuda y el inicio de las subidas de tipos.

La Fed decidió ir más lejos que el BCE. Después de poner fin a las compras de deuda, esta semana llevó a cabo la primera subida de tipos desde el comienzo de la pandemia, de 25 puntos básicos, y ya se plantea dar otros pasos. “Estados Unidos irá muy delante de los europeos. No solo con varias subidas, sino también con una reducción del balance. Aquí seguimos todavía con tipos negativos. Los bancos centrales están haciendo gestión de riesgo, viendo cómo responder, por un lado, a la subida de la inflación endureciendo la política económica, pero sin perder de vista el crecimiento, el empleo o la estabilidad financiera”, apunta José Luis Peydró, profesor de Finanzas de la Universidad Pompeu Fabra. El Banco de Inglaterra ha ido más allá del BCE y la Fed con otra subida del 0,25%, dejando los tipos en el 0,75%. Sin embargo, su hoja de ruta es menos agresiva que la de la Fed, y si bien prevé nuevos incrementos este año, expresó más dudas para 2023 ante los signos de retroceso económico.

Europa, pues, avanza hacia esa “normalización” que ansían los mercados, pero con pies de barro. ¿Quién tiene razón? Charles Wyplosz, profesor del Graduate Institute de Ginebra, sostiene que “el aumento de los precios de las materias primas, incluidos los derivados del petróleo, es algo que los bancos centrales no pueden afrontar”, como quedó claro en la década de 1970. “O combaten el impacto inflacionario y profundizan la desaceleración económica o intentan apoyar el crecimiento y encienden aún más la inflación”, expone. A su juicio, la respuesta de las autoridades monetarias está clara: “No reaccionar ante tal shock”. Es decir, “hacer lo que planearon antes del golpe actual, lo que generalmente significa normalizar la política monetaria aumentando lentamente las tasas de interés y luego revirtiendo el Quantitative Easing (QE)”.

Miedo a la estanflación

Coincide con esa opinión el investigador del think tank Bruegel Grégory Claeys, quien no comparte el cambio de tono que expresado el BCE. “Soy cuanto menos escéptico con esa decisión. La inflación está subiendo sobre todo por un shock en la oferta, en concreto, los precios de la energía. A corto plazo, el BCE no puede hacer demasiado al respecto subiendo los tipos de interés”, asevera. En cambio, Clemens Fuest, del Ifo alemán, cree que “la inflación también se debió a la fuerte demanda”. Y señala que el crecimiento económico depende también de poder frenar el alza de precios: “En la medida en que la guerra conduzca a una reducción en el suministro de energía y a más interrupciones en la cadena de suministro, el lado estanflacionario se vuelve más importante”, añade. Lagarde ha dado esta semana en Fráncfort alguna pista más sobre la estrategia del BCE, consciente de que, en palabras de Bertrand Russell, el mundo se ve obligado a acostumbrarse a “vivir sin certeza sin ser paralizado por la duda”. La francesa argumentó que la institución no actúa guiada por los efectos inmediatos de la guerra, sino por previsiones a medio plazo que van convergiendo por fin en el 2% que recoge su mandato. Aun así, soplan vientos en ambas direcciones.

Los precios pueden escalar si esa tendencia se instala en las expectativas de los agentes económicos, a causa de los costes de la transición ecológica y por los temidos efectos de segunda ronda, es decir, que la inflación se cuele en las negociaciones salariales en toda su magnitud.

Pero puede ocurrir lo contrario: la elevada factura de la luz puede comerse el ahorro de los hogares, reduciendo el consumo y la inversión y deprimiendo la economía. Y eso rebajaría las expectativas de inflación. La palabra de moda en Fráncfort, y también en Londres, es “datos”. Ante la incertidumbre, los bancos centrales quieren tener la máxima flexibilidad para decidir en cada momento de acuerdo con la información que van recibiendo de su equipo de economistas.

Los máximos responsables de la política monetaria apuntan ahora hacia otra dirección: al uso de la política fiscal, pero sin alimentar la inflación. La guerra en Ucrania, de una forma u otra, acarreará un mayor gasto a los países. En otro movimiento sin precedentes, Alemania ya ha anunciado que invertirá 100.000 millones de euros para impulsar su gasto militar y acelerará nuevas infraestructuras que la liberen de los lazos energéticos de Moscú. Los analistas creen que más países seguirán ese camino ante el revulsivo que el conflicto en Ucrania ha supuesto para la OTAN. “Una consecuencia probable es que se espera que todos sus miembros cumplan con su compromiso financiero de gastar el equivalente al 2% del PIB en defensa nacional. El gasto adicional podría ascender a entre el 0,5% y el 1% del PIB para países como España, Italia o Alemania”, señala un informe de S&P.

Sin embargo, la retirada de las compras de deuda deja a los gobiernos en una situación más compleja para adoptar nuevas medidas. Los socios de la UE llegan casi exhaustos tras un tremendo esfuerzo durante la pandemia en ayudas a empresas o para proteger temporalmente puestos de trabajo. Según la Comisión Europea, solo en 2020 se adoptaron medidas fiscales equivalentes al 8% del PIB comunitario y se dieron préstamos y avales que ascendían al 19% del PIB. Ese monto asciende a casi cuatro billones de euros. Como resultado, la deuda de la zona euro escaló hasta el 97,7% del PIB, con Grecia por encima del 200%; Italia, del 150%, y Francia, España, Bélgica, Chipre y Portugal, del 100%.

Más gasto significa más financiación. “Una gran diferencia con la pandemia es que el BCE no está en la misma situación para ayudar a los gobiernos a financiar este nuevo aumento de la deuda pública”, señala Gilles Möec, economista jefe de la gestora de fondos de Axa. Möec expone otro caso que guarda la historia: el crudo enfrentamiento entre la Fed y la Administración Lyndon Johnson en 1965, cuando se decidió subir los tipos para frenar la inflación. Ese movimiento irritó al presidente estadounidense, que necesitaba financiación para la guerra de Vietnam.

Riesgo político

Wyplosz, del Graduate Institute de Ginebra, opina que el proceso de “normalización” emprendido por los bancos centrales alterará la situación de los gobiernos “altamente endeudados”, que “durante mucho tiempo se han beneficiado” de los tipos “ultrabajos” y la “abundante liquidez del mercado”. A su juicio, el BCE debe resistir las presiones para seguir con los estímulos que recibirá de esas capitales. Estas, en cambio, deberían considerar la opción de emitir más préstamos conjuntos en el seno de la UE para “proteger a las personas más afectadas por el aumento de los precios del petróleo y el gas”, en línea a la propuesta que Francia ha hecho circular ya por Bruselas pero que se topa de nuevo con los países austeros, con Alemania al frente.

Paul De Grauwe, en cambio, considera que Fráncfort puede hacer las dos cosas a la vez: subir tipos y garantizar las condiciones de financiación de los países. En su última rueda de prensa, Lagarde hizo énfasis a ese punto. “Adoptaremos cuantas medidas sean necesarias para cumplir el mandato de estabilidad de precios encomendado al BCE y para salvaguardar la estabilidad financiera”, sostuvo. Y ante el riesgo de que los mercados ya no se impresionen con ningún whatever it takes, después del abuso que se ha hecho de la célebre declaración de Mario Draghi, remachó: “No les quepa la menor duda”. La apostilla, como apunta el profesor de la Universidad de Barcelona Antoni Garrido, demuestra que Fráncfort asume casi como un segundo mandato el objetivo de la estabilidad financiera.

Solo China y Turquía parecen descolgarse del club de instituciones que, en general, han emprendido el camino de endurecer su política monetaria. Aun así, los mercados ven inevitable el desacople entre organismos monetarios. El Banco de Canadá o Inglaterra van muy por delante, la Fed parece haber apretado los puños con una actitud más agresiva y el BCE quiere cerrar la etapa de las compras de deuda antes de ir más allá. “Está justificado que la Reserva Federal sea más agresiva, porque la inflación subyacente es más elevada y han tenido un extraordinario estímulo monetario y fiscal”, sostiene Xavier Vives, profesor de Iese y exasesor de la Comisión Europea.

Abanico de opciones

La cuestión es cuán grande será la distancia entre las políticas de los bancos centrales y hasta cuándo durará. Y ahí ni los mercados ni la academia coinciden. El exsecretario del Tesoro de Italia y profesor de la London School of Economics Lorenzo Codogno cree que el Eurobanco acabará las compras este año, pero no subirá tipos hasta el segundo trimestre de 2023. “La situación se complica. El BCE debería acelerar un poco y anunciar ya una subida para combatir la inflación”, sostiene. Coincide con él Fuest: “Creo que el BCE debería ceñirse a su plan de poner fin primero a las compras de bonos y luego subir los tipos de interés. Pero todo el proceso puede necesitar ser acelerado”, afirma.

Todo dependerá de si escampan los nubarrones o, por el contrario, el mundo sigue adentrándose en todos y cada uno de los peores escenarios de las previsiones formuladas en los despachos. En juego hay lo más valioso que atesora cualquier banquero central: su credibilidad.



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