Análisis:ANÁLISIS

Un nuevo panarabismo

Gadafi ametralla y bombardea al pueblo para mantenerse en el poder. A diferencia de Ben Ali y Mubarak, a él solo lo sacarán con los pies por delante. No es esta, sin embargo, la principal diferencia del tirano libio con sus derrocados vecinos. Ben Ali y Mubarak eran dictadores domésticos, como lo fueron Franco o Salazar, sin pretensiones de universalidad. Gadafi, en cambio, se presentaba, sobre todo en sus primeros lustros, como sucesor de Nasser, adalid del panarabismo y líder revolucionario del Tercer Mundo.

Ben Ali y Mubarak eran vasallos de Estados Unidos y no molestaban a Israel. G...

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Gadafi ametralla y bombardea al pueblo para mantenerse en el poder. A diferencia de Ben Ali y Mubarak, a él solo lo sacarán con los pies por delante. No es esta, sin embargo, la principal diferencia del tirano libio con sus derrocados vecinos. Ben Ali y Mubarak eran dictadores domésticos, como lo fueron Franco o Salazar, sin pretensiones de universalidad. Gadafi, en cambio, se presentaba, sobre todo en sus primeros lustros, como sucesor de Nasser, adalid del panarabismo y líder revolucionario del Tercer Mundo.

Ben Ali y Mubarak eran vasallos de Estados Unidos y no molestaban a Israel. Gadafi le plantaba cara al imperio, quería destruir el Estado judío, apadrinaba toda suerte de guerrillas y terrorismos de ultraizquierda y se decía inventor de una visión cósmica: la yamahiriya o república asamblearia de las masas. En su pesadillesco discurso del martes, aún se presentó como un "revolucionario" que levantaba el puño.

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Por esto es tan relevante que la revolución democrática árabe que ya ha barrido a Ben Ali y Mubarak intente ahora abatir a Gadafi. En la guerra de 1967, Israel le dio la estocada mortal al panarabismo laico, socialistoide y tercermundista, tanto en sus vertientes baazista como nasserista. Su cadáver -estrafalario, retórico y criminal en la figura de Gadafi- está siendo enterrado ahora por los luchadores libios. Y en contra de lo que se decía, su sucesor no va a ser el islamismo, o al menos, no el único.

En Libia, la primavera árabe confirma que está por encima de las diferencias que han escindido ese mundo: pro y antiamericanos, socios o enemigos jurados de Israel, de discurso derechista o izquierdista, de orden o "revolucionarios", pobres o ricos en petróleo. El panarabismo del siglo XX ha sido sustituido por uno nuevo: el de los ciudadanos que reclaman libertades y derechos, se vistan sus regímenes con los oropeles que se vistan; el de los ciudadanos que, a través de Al Yazira e Internet, han creado una umma, una comunidad que, desde el Atlántico al Golfo, desea pluralidad -incluido, por qué no, un lugar al sol para los islamistas- y democracia sin adjetivos.

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Podemos fijarnos en el bosque o en las ramas. El bosque: Libia comparte con los países norteafricanos una población mayoritariamente juvenil, hastiada de cleptocracia y frustrada en sus ansias de libertad, trabajo y trato digno. Las ramas: una escasa identidad nacional, un gran tribalismo, una salida aún más difícil a esta crisis, que puede pasar por la muerte de Gadafi, la guerra civil y la balcanización del país.

Estos últimos, dice el analista libanés Rami Khouri, "son aspectos fascinantes pero secundarios de los cambios en marcha". Lo principal, añade, es que, tanto en Libia y Bahréin como en Túnez y Egipto, en Marruecos como en Argelia, "los hombres y las mujeres árabes quieren ser tratados como seres humanos y como ciudadanos". Sí, esta es la gran novedad.

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