Columna

El examinando de Estrasburgo

España es un socio fiable. Lo ha sido durante el cuarto de siglo transcurrido desde su plena integración en 1986. Cada vez que ha presidido la Unión Europea ha organizado el semestre de turno con competencia y profesionalidad, y ha contribuido además con sus aportaciones a esa unión más estrecha entre los europeos predicada por los tratados fundacionales. Así ha sido con la izquierda y con la derecha. Fueron un éxito las tres anteriores presidencias: la inicial, en el primer semestre de 1989, con Felipe González de presidente y Fernández Ordóñez de ministro de Exteriores, a pesar de la bisoñez...

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España es un socio fiable. Lo ha sido durante el cuarto de siglo transcurrido desde su plena integración en 1986. Cada vez que ha presidido la Unión Europea ha organizado el semestre de turno con competencia y profesionalidad, y ha contribuido además con sus aportaciones a esa unión más estrecha entre los europeos predicada por los tratados fundacionales. Así ha sido con la izquierda y con la derecha. Fueron un éxito las tres anteriores presidencias: la inicial, en el primer semestre de 1989, con Felipe González de presidente y Fernández Ordóñez de ministro de Exteriores, a pesar de la bisoñez de recién incorporados; la segunda, en el segundo semestre de 1995, con el mismo presidente del Gobierno y Javier Solana al frente de la diplomacia, a pesar del clima interior de descomposición política, con los escándalos en marcha y cayendo las encuestas; y la tercera, en el primer semestre de 2002, con José María Aznar en La Moncloa y Josep Piqué en el Palacio de Santa Cruz, a pesar del viraje forzado por la política antiterrorista de Bush y la inminente división de Europa ante la guerra de Irak. Esta presidencia que acaba de empezar no será una excepción. La diplomacia española y toda la estructura del Estado cumplirán con sus compromisos con la UE como se espera de este país fiable y europeísta que es España.

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Si la UE estuviera compuesta sólo por países como España, buena parte de la reforma institucional no hubiera sido necesaria. Pero no siempre las presidencias son así de previsibles. Hay países que, por su tamaño, debilidad o apego escaso al compromiso europeo, se limitan a cumplir con los mínimos, y a veces incluso lo hacen con desgana, como fue el caso de la presidencia checa, en la que su propio presidente, Václav Klaus, se permitió el lujo de negar la firma al Tratado de Lisboa ya ratificado por cada uno de los 27, incluido su Parlamento y su Gobierno. Para ellos está pensada esa estructura presidencial permanente que garantizará Van Rompuy durante los primeros dos años y medio. Ha sido una suerte para la UE que la primera presidencia rotatoria con el nuevo Tratado y las nuevas figuras institucionales recayera en España y no en manos de un país eurorreticente. Todos los socios saben que el Gobierno español hará una gestión leal e impulsará tanto como pueda la puesta en marcha de las nuevas instituciones.

Aunque el nivel de éxito esté ya garantizado de partida, el momento político y económico que atraviesa España no permite recostarse en obviedades. No es fácil moverse y hablar bajo los focos internacionales en plena crisis y con una economía en tan mal estado. Lo es menos todavía hacerlo con el vientecillo de las encuestas en contra, las dudas en las propias filas y la sombra de una caída de los dioses socialdemócratas en el horizonte, tras el batacazo que se pegaron en septiembre los compañeros de mayor pedigree y fuerza histórica del SPD alemán. El escenario internacional después de Copenhague y de la mutación del G-8 en G-20 tampoco es muy eufórico para una Europa en declive demográfico, económico y político que contrasta con la vitalidad de las emergentes China, India y Brasil. Todo ello explica el mal comienzo de la presidencia española el primero de enero, con pullas y sarcasmos de la prensa internacional, reacciones excesivas del presidente, solapamientos en la actuación de los muchos responsables implicados en la organización del semestre y, sobre todo, una muy confusa comunicación pública en el primer mensaje que se pretendía transmitir sobre cómo conseguir para 2020 el nivel de competitividad que la economía europea exige.

Esto quedó zanjado ayer. Si la UE quiere adquirir compromisos para que en 2020 se consiga lo que en 2000 se había programado para 2010, es decir, que la economía europea sea la más competitiva del mundo, debe haber un repertorio de estímulos y sanciones a quienes no los cumplan; de lo contrario sucederá lo que ha sucedido en estos últimos 10 años: que se ha retrocedido en competitividad y Europa irá perdiendo lugares a favor de estos emergentes que ya nos han pisado los talones. José Luis Rodríguez Zapatero fue claro y contundente ayer en esta cuestión, como no lo había sido hasta ahora. También lo fue en otras cosas, de las que sirven para marcar el campo: sobre Haití, nada de peleas por aparecer en la foto y aplausos para los marines de Obama; sobre la inmigración, defensa sin matices de los derechos de todos a los servicios básicos, tengan o no papeles. Eso es Europa y eso es europeísmo; la Europa de la competitividad y la Europa de los valores.

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Zapatero ha pasado con buena nota el primer examen, el de la presentación del programa presidencial, aunque en su papeleta uno de los examinadores, el liberal belga Guy Verhofstadt ha dejado una frase contundente: "No te dejes amedrentar". Pero el examinando de Estrasburgo ya no era el optimista antropológico que tantas alarmas ha disparado, sino un Zapatero contra las cuerdas y obligado a reaccionar.

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