Columna

El Mago y familia

El otro día vi la miniserie de cinco horas titulada Los Mann. La novela de un siglo, realizada hace algunos años por Heinrich Breloer para la televisión alemana y me pareció, una vez más, que Alemania es uno de los pocos países europeos en los que se ha realizado un auténtico ajuste de cuentas con el pasado. Es verdad que el trauma alemán fue el peor del siglo XX -con los alemanes como verdugos y víctimas simultáneamente- pero también es cierto que el proceso de expiación histórica ha sido de una profundidad sin precedentes, al menos hasta la generación actual, puesto que una pel...

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El otro día vi la miniserie de cinco horas titulada Los Mann. La novela de un siglo, realizada hace algunos años por Heinrich Breloer para la televisión alemana y me pareció, una vez más, que Alemania es uno de los pocos países europeos en los que se ha realizado un auténtico ajuste de cuentas con el pasado. Es verdad que el trauma alemán fue el peor del siglo XX -con los alemanes como verdugos y víctimas simultáneamente- pero también es cierto que el proceso de expiación histórica ha sido de una profundidad sin precedentes, al menos hasta la generación actual, puesto que una película como La ola, recién estrenada aquí, insinúa que los jóvenes alemanes ya son tan amnésicos como el resto de sus coetáneos europeos.

No sé si lo que se refleja en La ola -el olvido juvenil del Holocausto, nada menos- es representativo de la última generación, y sería muy grave que así fuera. No obstante, aun así, debería reconocérsele a la cultura alemana de posguerra una capacidad para remover la propia cloaca que, sin ir más lejos, jamás se ha producido en la España democrática. A este respecto, la inexistencia de catarsis con relación a la dictadura y la contaminación del forzado pacto político de la transición por parte de todos los ámbitos de la vida social española ha significado el mantenimiento de una enfermiza opacidad al volver la vista atrás. Durante 30 años las fosas comunes no han sido abiertas, pero todavía es más grave que tan pocos se hayan atrevido a abrir las cloacas morales. Aún falta en nuestro país el libro, o la película, que sea capaz de ofrecernos la radiografía de la miseria espiritual que nos llevó, primero, al desastre y, luego, a la exigencia de olvidar el desastre para sobrevivir. Y esta falta de valentía se paga colectivamente en la actualidad con una suerte de desencaje en el que el ayer sangriento, cerrado en falso, amenaza sombríamente con no dar tregua al presente y con invalidar el futuro.

En contraste con esta actitud el cataclismo alemán -de mayores proporciones que el nuestro, es cierto- se vio seguido por un alud de intervenciones radicales por parte de escritores y artistas. Durante toda la segunda mitad del siglo XX el organismo moral de la Alemania que había sucumbido a la catástrofe fue destripado, troceado, diseccionado hasta la última molécula. La consigna era clara: el mal había sido enorme y la cirugía debía estar en consonancia con tal enormidad. Era una consigna necesaria, acertada, seguida por una legión de escritores alemanes, autores de rabiosas autocríticas, y no alemanes, encargados, por lo general, de recordar que el monstruo no fue por supuesto únicamente alemán. Así se trataba de hacer limpieza y, si citamos a Heinrich Böll, a Thomas Bernhardt, a Günter Grass y a tantos otros convendremos que alguna limpieza sí se logró.

Y a Thomas Mann, naturalmente. Thomas Mann, un hombre conservador por principios y por carácter, no tuvo inconveniente en abrir solemnemente la veda con su Doktor Faustus, la novela escrita en el apogeo del nacionalsocialismo y, algo después, tras su caída: la obligación de los escritores alemanes era ir a la caza de aquella infamia espiritual que había acogido al huevo de la serpiente entre el miedo, la duda y la exaltación. No bastaba con culpar a Hitler o al nacionalsocialismo; hacía falta, antes que nada, investigar en el propio corazón culpable. Para ser más rotundo en su demanda Thomas Mann, en cierto modo, se ofrecía a sí mismo como materia prima del experimento.

Y en algún sentido el filme Los Mann. La novela de un siglo es la continuación de este experimento, sólo que en este minucioso fresco histórico, El Mago tal como era llamado Thomas Mann en la intimidad familiar, se ve acompañado por su mujer, Katia, por su hermano Heinrich y por sus hijos, en especial los dos mayores, Klaus y Erika, tan dotados para el arte como para la autodestrucción. Y no puede decirse que el experimento no funcione pues, tras cinco horas de visión, el espectador empieza a comprender que el totalitarismo no fue únicamente la consecuencia de una ideología delirante sino, por encima de todo, el fruto inevitable de la corrupción de las mentes y la mentira con uno mismo como forma de vida. Algo que, como sabemos, no es un monopolio alemán.

Thomas Mann, aunque opuesto a Hitler, no sale muy bien librado cuando es colocado en el centro de un siglo tan cruel como fue el siglo XX. Por lo demás, el viejo Mann, mucho más humano que el excesivamente moralista joven Mann, ya sabía que sería juzgado con severidad y que sólo tras este juicio recobraría su grandeza.

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