Reportaje:SILLÓN DE OREJAS

La nostalgia es pegajosa melaza

La pequeña historia refiere que fue una "tercera" de Rafael Conte (que me estará escuchando) en Abc lo que decidió a los albaceas del abogado madrileño José Antonio de Castro a emplear buena parte de los dineros de la fundación que lleva su nombre en una editorial en la que fuera posible encontrar bien editado (pero sin aparato crítico y sin notas) la totalidad del patrimonio literario español. En aquella pieza el crítico se quejaba -con escándalo y crujir de dientes- de que no le había sido posible encontrar una edición de las Obras Completas de Cervantes para obsequiar a unos a...

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La pequeña historia refiere que fue una "tercera" de Rafael Conte (que me estará escuchando) en Abc lo que decidió a los albaceas del abogado madrileño José Antonio de Castro a emplear buena parte de los dineros de la fundación que lleva su nombre en una editorial en la que fuera posible encontrar bien editado (pero sin aparato crítico y sin notas) la totalidad del patrimonio literario español. En aquella pieza el crítico se quejaba -con escándalo y crujir de dientes- de que no le había sido posible encontrar una edición de las Obras Completas de Cervantes para obsequiar a unos amigos. En realidad, el modelo de la ejemplar Biblioteca Castro es la célebre Biblioteca de Autores Españoles de Manuel Rivadeneyra y Buenaventura Aribau, prolongada más tarde por Menéndez y Pelayo en la Nueva Biblioteca de Autores Españoles y, ya en la decadencia, en los a menudo perfunctorios volúmenes de la Editorial Atlas. En la actualidad, con cerca de 180 cuidados tomos en catálogo, la Biblioteca Castro, hoy dirigida literariamente por el flamante académico Darío Villanueva, se ha convertido en imprescindible Panteón de las letras españolas. Y con el programa más ambicioso: no sólo las obras fundamentales de autores inmarcesibles, sino también aquellas otras que, sin ser de primera fila, no merecen permanecer olvidadas en el limbo literario o reservadas al exclusivo conocimiento de los especialistas. Me llegan ahora, publicadas en cuatro tomos, las Novelas de Ignacio Agustí (1913-1974) integradas principalmente por su pentalogía La ceniza fue árbol, en estupenda edición de Sergi Doria. Agustí, que formó parte del grupo de intelectuales falangistas catalanes que fundó en Burgos (1937) la revista Destino bajo los auspicios de Dionisio Ridruejo y la Dirección General de Propaganda de los rebeldes, proporciona en su saga de los Rius una visión idealizada -nostálgica y crecientemente pesimista- de la burguesía catalana desde la Restauración hasta la Guerra Civil: de una burguesía con pasado paradisiaco que, en el fondo, nunca existió tal como la refleja el novelista, y con la que habrían acabado los conflictos familiares y sociales sobre los que se articula el relato. Convertida en uno de los best sellers "de calidad" de la época del hambre (Mariona Rebull, el título inicial, se publicó en 1944), la saga es pura añoranza de un mítico pasado desde su misma plasmación literaria, deliberadamente a espaldas de la evolución experimentada por el género en la primera mitad del siglo XX. Clásico y nostálgico, el novelesco ciclo de los Rius -convertido en 1976 en exitazo televisivo por la adaptación de Pedro Amalio López- resulta hoy significativo de un modo de entender la novela -y la historia- por un narrador cuyo paulatino alejamiento de sus iniciales entusiasmos fascistoides estuvo provocado en gran parte por el desacuerdo con la miserable y vengativa "política cultural" del franquismo en Cataluña. Dentro del ecumenismo que la caracteriza está bien que la "Castro" lo haya rescatado. Pero, ya puestos, a ver si llega pronto Luis Martín Santos, pongo por caso.

Aquí, para bien y para mal, siempre estuvimos en el reino de la excepción. Por eso todavía en 1799 se prohibió la impresión de novelas

Clásicos

Aprovecho el largo puente refugiándome en la lectura de clásicos reeditados o reencontrados, mientras se diluye la indignación que me ha producido la torpe utilización del aniversario del Dos de Mayo por el vociferante ultramontano de la radio episcopal (¿para cuándo, Ilustrísimas, la apertura de su proceso de beatificación en vida?: somos ya muchos los convencidos de que se lo ha ganado) y la de otros conspicuos aguirristas que barren para la Casa de Correos de la Puerta del Sol, un edificio que, por cierto, proyectó el gabacho Jacques Marquet, y en el que tan mal lo pasaron millares de españolitos de los que sí quiero acordarme. Encuentro casualmente una vieja edición (agotada) de las Visiones y visitas (abrevio el título) del injustamente olvidado Torres de Villarroel, en la que el retrato-esperpento expresionista y quevedesco alcanza una especie de paroxismo liberador: "Hombre a medio podrir, tan vecino a lo viejo como a lo cadáver, padecía diarreas en los sesos, cámaras en la meollada y desconciertos en la cabeza, pues por todos los ojos de culo de su cara se le derramaba el podre en cera, lágrimas y mocos". Eso, en pleno siglo XVIII, el de la claridad y la razón, el apolíneo. Claro que aquí, para bien y para mal, siempre estuvimos en el reino de la excepción. Por eso todavía en 1799 se prohibió la impresión de novelas, cuando en la Europa culta el género despegaba con fuerza inusitada: así nos fue en la narrativa del XIX, con excepciones contadas. Releo también en la reciente edición de Nórdica Libros (traducción de Víctor Gallego) Jadzhi Murat (1904), una magnífica novela breve de Tolstói, cuyo volumen incluye, como bonus, El cupón falso (que no estaba inédito en España, al contrario de lo que afirman los paratextos de la cubierta). Me emociono una vez más con esa destilada épica de venganzas y traiciones de una de las más grandes nouvelles del XIX. Si no la han leído todavía, dense el gozo.

Recepción

Me preguntan algunos aficionados a la sangre si, en mi opinión, no hubo intención de provocarla en el discurso con que el profesor Rico contestó al de Marías la otra tarde en la Academia. Para nada. En aquella ritualizada (alta) comedia a la que asistían conspicuas autoridades (y en la que se pudo ver a un edil partiéndose de risa) todo transcurrió como un lance benetiano: con la ironía, guiño y fingida severidad de un revisor que reclama el título a un viajero novato. Rico se comportó como suele hacerlo su encarnación novelesca, sólo que carraspeando más de lo habitual -hay que entenderlo: cuando llegó su turno llevaba una hora sin fumar- y, quizás (pero esto es conjetura mía), molesto por tener que desaprovechar la ocasión (para no aguarle la fiesta al neófito) de dejar caer dos o tres amables maldades acerca de la Casa. Por lo demás, presididos por Poesía y Elocuencia (y a fe mía que hubo más de la segunda), ambos maestros limpiaron, fijaron y dieron esplendor no sólo a la lengua común (por ahora), sino también a los atentísimos oídos que los escuchaban. Uno centrándose -y es un clásico suyo desde, al menos, El hombre sentimental- en la imposibilidad radical de contar lo sucedido cuando lo sucedido sucedió en la realidad (y, por tanto, constatando la mentira de la ficción como única forma de narración fiable), y el otro, que ahora reivindica (y tomo nota) los Orígenes de la novela de Menéndez y Pelayo, dando rienda suelta a la ironía impertinente y desganada de un personaje literario que empezó llamándose Del Diestro y acabó, más ajustadamente a su saber y oficio, y de acuerdo con la cuantía de una fortuna personal que presumo nada desdeñable, como Profesor Rico. Al final no se sabía bien cuál de los dos, si el personaje o el actor, había salido en busca del otro, fuera éste quien fuese. Pero lo pasamos bien.

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