Un toque mineral

En un viaje enológico por Aragón, uno se encuentra tal variedad de cosas que puede decirse que es varios países en uno. Tres provincias tan dispares como la altiva Huesca, la recia Zaragoza y la serrana y rodena Teruel. Y en las tres hay viñas y buenos vinos, aunque la gran producción se concentra en la provincia maña. Y en las tres hay, venturosamente, un viñedo oculto, fuera del tiempo, paradójicamente salvado del arranque por el abandono. Bendita desidia que permite a enólogos aventureros recuperar cepas centenarias de una garnacha portentosa. Y si la viña se asienta sobre terrenos pizarros...

En un viaje enológico por Aragón, uno se encuentra tal variedad de cosas que puede decirse que es varios países en uno. Tres provincias tan dispares como la altiva Huesca, la recia Zaragoza y la serrana y rodena Teruel. Y en las tres hay viñas y buenos vinos, aunque la gran producción se concentra en la provincia maña. Y en las tres hay, venturosamente, un viñedo oculto, fuera del tiempo, paradójicamente salvado del arranque por el abandono. Bendita desidia que permite a enólogos aventureros recuperar cepas centenarias de una garnacha portentosa. Y si la viña se asienta sobre terrenos pizarrosos, mejor que mejor. El vino regalará, a poco bien que esté elaborado, el preciado toque mineral.

Es lo que sucede en Calatayud y sus parajes agrestes como Acered, Alarba y Castejón de Alarba. A base de estas garnachas pizarrosas, viejas y exhaustas, el winemaker escocés Norrel Robertson ha creado un tinto singular, con una nariz estimulante, plena de fruta madura matizada por las notas de trufa, café y roble. En boca es fresco y voluptuoso, con un componente alcohólico que no daña el equilibrio general. Final tánico y sabor pleno, carente de incertidumbres.