Editorial:

África sigue en el olvido

La mortalidad infantil es uno de los indicadores más precisos de la evolución social de una sociedad. Cuanto más rica y más desarrollada, más se reduce la mortalidad infantil. Pues bien, en África sigue estancada desde hace 15 años en los niveles más altos, pese a que el mundo ha vivido en este tiempo una de las épocas de mayor crecimiento y prosperidad de la historia. Ese dato explica por sí solo la enorme dimensión de la brecha que separa al continente africano del resto del mundo, una brecha que no sólo no disminuye, como enfáticamente se propuso la comunidad internacional en los Objetivos ...

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La mortalidad infantil es uno de los indicadores más precisos de la evolución social de una sociedad. Cuanto más rica y más desarrollada, más se reduce la mortalidad infantil. Pues bien, en África sigue estancada desde hace 15 años en los niveles más altos, pese a que el mundo ha vivido en este tiempo una de las épocas de mayor crecimiento y prosperidad de la historia. Ese dato explica por sí solo la enorme dimensión de la brecha que separa al continente africano del resto del mundo, una brecha que no sólo no disminuye, como enfáticamente se propuso la comunidad internacional en los Objetivos del Milenio de las Naciones Unidas, sino que no deja de crecer.

El informe que ayer dio a conocer la OMS sobre el continente olvidado es descorazonador: la mortalidad materno-infantil es ahora más alta que hace tres décadas y muchos de los niños que mueren lo hacen aún por desnutrición. El sida sigue galopando hasta el punto de que, en la mayoría de los países subsaharianos, más de un tercio de su población joven está infectada, lo que en las condiciones sanitarias en que viven supone de hecho una condena a muerte. Una gran mayoría de los que ya han sido alcanzados por el virus y morirán por su causa ni siquiera lo saben, con lo que, además de ser víctimas, contribuyen a su expansión.

Todos los países africanos tienen un problema endémico de tuberculosis, una enfermedad que nunca ha tenido diques de contención solventes pese a que hace ya mucho tiempo que existen tratamientos eficaces. En los últimos años, sin embargo, la tuberculosis ha cobrado nuevo impulso de la mano del sida, de modo que las dos forman un binomio imposible de abordar para los míseros presupuestos sanitarios de los países afectados.

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Si sólo la mitad de la población tiene acceso al agua potable, difícilmente se podrán contener las infecciones, a lo que hay que añadir un fenómeno nuevo imparable: el éxodo masivo de la población del campo hacia unas pocas conurbaciones carentes de todo servicio y totalmente ingobernables. Cada campesino que deja el terruño, por mísero que sea, para ir a vivir a una chabola de alguna de las enormes urbes que crecen en África, es un productor de alimentos que se pierde y una boca más que alimentar en una economía sin excedentes suficientes para garantizar su subsistencia. No es de extrañar, por tanto, que la conflictividad crezca y que sean también africanos buena parte de los dos millones de niños que mueren en conflictos armados y una gran proporción de los 300.000 niños soldado que luchan en diferentes guerras.

África no tiene medios para cuidar de su salud, y el resto del mundo mira mientras tanto a otro lado. Las ayudas que llegan son apenas un parche incapaz de revertir el círculo vicioso de enfermedad y pobreza en que se desangra el continente. Cuanta más pobreza, peor salud y cuanta peor salud, más pobreza. Incluso en los países políticamente más estables y con economías más desarrolladas, como Botsuana, Lesoto o Zambia, la esperanza de vida ha caído hasta los 40 años, la mitad de la que registran países como España. Mientras eso ocurre, se suceden las grandes declaraciones de intenciones, pero está claro que las palabras no curan.

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