Tribuna:

Meditando ante el licor

El año 1903, en Barcelona, antes de volver a París por cuarta vez, Picasso pintó uno de sus mejores retratos de la época azul. No tenía que ser muy complaciente con el modelo, su amigo y compañero de juergas Ángel Fernández de Soto, y por eso pudo representarlo extremadamente pálido, con la cara torcida y una exagerada oreja de soplillo. El cuerpo ladeado, con el codo izquierdo apoyado en el respaldo de la silla, compone un gesto distendido. La mirada vidriosa, tras sus grandes párpados cansinos, se dirige al espectador. ¿De qué nos está hablando? Conocemos bastantes cosas del modelo (es signi...

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El año 1903, en Barcelona, antes de volver a París por cuarta vez, Picasso pintó uno de sus mejores retratos de la época azul. No tenía que ser muy complaciente con el modelo, su amigo y compañero de juergas Ángel Fernández de Soto, y por eso pudo representarlo extremadamente pálido, con la cara torcida y una exagerada oreja de soplillo. El cuerpo ladeado, con el codo izquierdo apoyado en el respaldo de la silla, compone un gesto distendido. La mirada vidriosa, tras sus grandes párpados cansinos, se dirige al espectador. ¿De qué nos está hablando? Conocemos bastantes cosas del modelo (es significativo que Picasso lo representara también en otras escenas de claro contenido erótico), pero esas deformaciones del rostro, la asimetría casi caricaturesca de los labios, evocan los deslizamientos de la embriaguez. La enorme copa de absenta, en primer plano, refuerza también la impresión de que el personaje está viviendo su vida como una ausencia.

Es, casi, un álter ego del propio pintor, que hizo culminar con este cuadro un género específico que él parece haber heredado de la pintura impresionista y posimpresionista. Me refiero a esas obras donde una figura femenina o masculina, sentadas en la mesa de un tugurio, parecen meditar ante una copa de licor, tal como lo habían interpretado Degas o Toulouse-Lautrec. Picasso recreó este tema en numerosas ocasiones, con figuras de ambos sexos, o en parejas, pero manteniendo siempre un común denominador: los personajes meditan, con la mirada ausente, y no es infrecuente, incluso, que se sujeten el mentón con la mano, como si reeditasen en clave tabernaria la pose sublime que Rodin le había otorgado a El pensador. Ángel Fernández de Soto, el amigo de Barcelona, no nos invita ni nos adoctrina. Picasso lo ha bajado de las alturas metafísicas a la triste realidad de la tierra, pero ese aire que adopta, como de dandi despreocupado, no logra ocultar del todo la sensación de nihilismo melancólico que predominó en aquella etapa de la obra picassiana. Los vapores del licor lo sitúan en un terreno intermedio, entre la inconsciencia y la vaciedad que precede a la desesperación.

J. A. Ramírez es catedrático de Historia del Arte en la UAM.

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