Tribuna:LA INVESTIGACIÓN EN ESPAÑA

¿Qué es lo que estamos haciendo mal en la Universidad?

Los autores mantienen que se ha aprovechado poco el programa Ramón y Cajal, que desde 2001 intenta repatriar talentos investigadores españoles y atraer a otros extranjeros, y que ello redunda en una pérdida, al no considerar a estos cerebros como una inversión económica

Empezar con una pregunta cuya respuesta detallada necesitaría posiblemente un número monográfico de EL PAÍS hace suponer, como así es, que sólo me referiré a algún error que considero especialmente relevante y cuya rectificación aún creo posible. Si no lo creyera no estaría en esta Aula Libre. El, posiblemente, mayor error que hemos cometido ya no tiene fácil arreglo: en los últimos 30 o 40 años se han creado en España un gran número de centros universitarios que, si se hubiesen planificado con criterios en los que la investigación hubiese jugado el papel que debe tener en la enseñanza superio...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Empezar con una pregunta cuya respuesta detallada necesitaría posiblemente un número monográfico de EL PAÍS hace suponer, como así es, que sólo me referiré a algún error que considero especialmente relevante y cuya rectificación aún creo posible. Si no lo creyera no estaría en esta Aula Libre. El, posiblemente, mayor error que hemos cometido ya no tiene fácil arreglo: en los últimos 30 o 40 años se han creado en España un gran número de centros universitarios que, si se hubiesen planificado con criterios en los que la investigación hubiese jugado el papel que debe tener en la enseñanza superior, es seguro que nuestro nivel científico y tecnológico estaría ahora en consonancia con nuestro actual desarrollo económico.

Cuando llega la hora de plantearse su estabilidad, se les considera un quebradero de cabeza
La solicitud de plazas se hace muy complicada para los científicos extracomunitarios
España ha invertido mucho en la educación de estos jóvenes y al final no se beneficia de ellos

A lo largo de mi carrera como profesor y catedrático universitario en el área de Física Teórica de la Universidad de Zaragoza he visto decrecer de manera sistemática el interés de los alumnos por las titulaciones científicas. Esto se debe, en parte, al papel institucional asumido por nuestra Universidad, limitado en la práctica a sólo una de sus funciones: la formación de profesionales, con relegación de las actividades de investigación a un plano menor y subsidiario.

España está sumamente lejos de tener la tradición de otros países europeos en el área de investigación. En un intento por disminuir la brecha científico-tecnológica que nos separa de las naciones más avanzadas, el Ministerio de Educación y Ciencia lanzó hace unos cinco años el programa Ramón y Cajal, destinado a incrementar masivamente el número de investigadores.

Con el fin de valorar el perfil investigador y disminuir la endogamia, la convocatoria fue de carácter internacional, los comités de selección se integraron con investigadores de todo el mundo y se impuso a los candidatos el requisito de haber realizado prolongadas estancias posdoctorales en centros diferentes de aquellos para los cuales solicitaban plaza. Por este medio, se ha conseguido no sólo repatriar científicos españoles, sino también despertar el interés de no pocos extranjeros. Ahora bien, más allá de mi valoración general positiva respecto del programa, considero necesario reflexionar sobre numerosos errores en su implementación.

En primer lugar, la burocracia: si bien la solicitud de plazas se lleva a cabo siguiendo un proceso razonable, su materialización se hace extremadamente complicada en el caso de los científicos extracomunitarios. Las instituciones involucradas se desentienden en la práctica de los tortuosos procedimientos para la obtención de visados. Los empleados de los consulados españoles suelen no tener información sobre la existencia de un programa llamado Ramón y Cajal, y tratan a los científicos como poco menos que sospechosos de inmigración ilegal, demorando en meses el otorgamiento de visas y negando permisos a sus familias.

En segundo lugar, el desentendimiento de la suerte que correrán los investigadores una vez terminada su relación contractual con el programa Ramón y Cajal. En este sentido, es necesario reconocer algunas medidas positivas, como el lanzamiento del programa I3, que estimula la contratación de investigadores subvencionando sus salarios durante tres años. Sin embargo, esto es a todas luces insuficiente. ¿O es que desde el Ministerio de Educación y Ciencia se supone que instituciones con la lógica de buena parte de las universidades españolas pueden cambiar espontáneamente su mentalidad? Si lo creen, lo cual me sorprende, está claro que se han equivocado. ¿Para qué iban a necesitar nuestras, en general, mediocres, universidades a los cajales? En la mayoría de ellas, y, por cierto, también en la nuestra, se les manifiesta mucha estima. Sin embargo, cuando llega la hora de plantearse su estabilización, se los considera un quebradero de cabeza en vez de un recurso para el futuro.

En tercer lugar, la falta de coherencia y planificación del sistema científico español (ministerio, universidades, administraciones regionales). No sólo se perjudica al personal investigador y se compromete el desarrollo de la ciencia y la tecnología española en el largo plazo, sino que se está a punto de producir un despilfarro de dinero público ya invertido en el sector. Considérese, por ejemplo, el esfuerzo realizado en la creación de institutos de investigación en áreas de gran impacto (como, por ejemplo, la biofísica) adscritos a la Universidad de Zaragoza. Lejos de tratarse de una acción planificada, estos proyectos se están llevando adelante por el compromiso voluntarista de los que en ellos estamos involucrados. Como ejemplo de esta falta de planificación, baste decir que la Ley Orgánica de nuestra Universidad no prevé la figura de investigador universitario. ¿Cómo piensa alguien que podemos seguir funcionando si no generamos las condiciones para retener, como mínimo, a los investigadores del programa Ramón y Cajal? Algo similar podemos decir de los cajales adscritos a los departamentos universitarios. Gracias a ellos se han rejuvenecido algunos de nuestros departamentos y su actividad investigadora ha crecido muy considerablemente en calidad y cantidad en los últimos cinco años. Los pocos planes que conozco son más bien planos: planos de edificios presuntamente dedicados a la investigación, pagados en gran parte con dinero europeo y destinados a que su día de gloria sea el de su inauguración.

No obstante todo lo anterior, creo que aún estamos a tiempo de evitar la esterilización de tanto esfuerzo, pero a condición de que reconozcamos el carácter estratégico de las decisiones a tomar y no dudemos en ir hasta el fondo. En mi opinión, el caso de los cajales es paradigmático. No tengo dudas de que su resolución influirá, para bien o para mal, en la suerte que correrán otras iniciativas bien orientadas, fundamentales todas ellas para la nueva etapa a recorrer por la ciencia española en el siglo que comienza.

Una visión complementaria: en los países más avanzados, la investigación científica juega un rol preponderante en el desarrollo tecnológico y económico. Países como Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Japón atraen talentos jóvenes de todo el mundo a sus universidades y centros de investigación, y no lo hacen por razones altruistas, sino como una inversión que tarde o temprano ha de repercutir favorablemente en su desarrollo económico. Muchos de los mejores de esos talentos son españoles y es aquí donde la dicotomía se hace clara. Por un lado, España ha invertido muchísimo dinero en la educación de esos jóvenes, y al final no se beneficia de ello. Por otro lado, aquellos países que acogen a esos jóvenes no han invertido en su educación, pero han implementado los mecanismos necesarios para beneficiarse de sus aportes. La situación de los cajales refleja este hecho.

En mi laboratorio en la Universidad de Johns Hopkins, yo he tenido a dos investigadores españoles que han regresado a España con contratos Ramón y Cajal y que ahora se enfrentan a la posibilidad de un futuro incierto. Estos investigadores, por méritos propios, se encuentran entre los mejores del mundo y sus servicios son codiciados por los mejores centros internacionales de investigación. En otras palabras, podrían obtener una plaza en cualquiera de los mejores centros de investigación del mundo y las mejores facilidades para realizar su investigación. Si ésta es la situación con científicos españoles, ya me imagino lo difícil que es atraer científicos de otros países. Es un poco lo opuesto a lo que ocurre en el fútbol, en el que Brasil produce Ronaldinhos y España les da un empleo y un entorno conmensurado con su valor.

Parece obvio que la inversión española en la educación de sus jóvenes científicos corre el grave riesgo de no producir los beneficios tecnológicos y económicos deseados. Con los cajales la discusión, importantísima, es ahora su situación laboral, pero igualmente importante es el desarrollo de las infraestructuras necesarias (laboratorios, instrumentos, instalaciones) para poder realizar una investigación de categoría mundial, así como los mecanismos legales e institucionales que protegen la propiedad intelectual y posibilitan su transferencia a la industria. No se trata simplemente de puestos de trabajo para investigadores, sino de la creación de una infraestructura y un marco legal adecuados para que la sociedad se beneficie plenamente de la investigación científica.

El mayor peligro de no culminar exitosamente proyectos como el Ramón y Cajal es la frustración. La frustración de los receptores de estos contratos. La frustración de nuevas generaciones de científicos que no le ven una salida a la carrera. La frustración de la sociedad en su conjunto que puede percibir erróneamente que la inversión en ciencia e investigación no acarrea un beneficio acorde a su tamaño.

José L. Alonso es jefe del Departamento de Física Teórica e Instituto de Biocomputación y Física de Sistemas Complejos de la Universidad de Zaragoza. Ernesto Freire es profesor de la cátedra Henry Walters del Departamento de Biología y Biofísica de la Universidad Johns Hopkins.

Archivado En