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La postura de Elenita

Y te voy a decir una cosa, nunca me ha gustado, nunca. Esto se veía venir, ya lo creo que se veía venir… ¡Tu pobre hermano! Esa bruja, miserable, no hay derecho, de verdad que no hay derecho…

Elenita escucha a su madre, se enciende por dentro y no dice nada. ¿Para qué? No va a lograr que cambie de opinión, por mucho que argumente, pero la tentación de recordar en voz alta es cada día más fuerte. La hija aún puede repetir, palabra por palabra, fragmentos de un discurso idéntico excepto por el género del aludido, hombre esta vez, su padre, cuando se fue de casa. Ella era entonces una adol...

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Y te voy a decir una cosa, nunca me ha gustado, nunca. Esto se veía venir, ya lo creo que se veía venir… ¡Tu pobre hermano! Esa bruja, miserable, no hay derecho, de verdad que no hay derecho…

Elenita escucha a su madre, se enciende por dentro y no dice nada. ¿Para qué? No va a lograr que cambie de opinión, por mucho que argumente, pero la tentación de recordar en voz alta es cada día más fuerte. La hija aún puede repetir, palabra por palabra, fragmentos de un discurso idéntico excepto por el género del aludido, hombre esta vez, su padre, cuando se fue de casa. Ella era entonces una adolescente sin criterios definidos, sensible a las ventajas prácticas del maniqueísmo, ese vehículo privilegiado para conciencias simples, pero las razones de su madre la irritaban, la hacían daño, y sobre todo, le daban mucha vergüenza.

"Recuerda a su madre haciendo cosas peores que las de su nuera"

Ahora, que yo ya se lo he dicho a tu hermano, que no ceda ni un milímetro, ¿por qué? Ella sabe muy bien cómo estaban las cosas, sabe que a él no le quedaba más remedio que largarse, porque aquello no era vida, una mujer tan borde, tan seca, todo el día quejándose y sin apoyarle en nada…

Elenita se levanta, va a la cocina, vuelve, y no deja de escuchar la voz de su madre, como el zumbido de un mosquito antiguo y nuevo, imperturbable. ¿Y qué se cree tu padre, que a mí puede dejarme así como así? Pues está muy equivocado, mira lo que te digo, y se va a arrepentir, ya lo creo que se va a arrepentir. Voy a acabar con él, lo voy a hundir, ya veréis, ya verá él, ya…

El padre de Elenita se enamoró de otra mujer y dejó a la suya. Treinta años después, su hijo acaba de hacer exactamente lo mismo. El padre de Elenita no era un mal hombre y nunca fue un mal padre. No abandonó a sus hijos, no les desamparó, pagó religiosamente la pensión durante todo el tiempo que estuvo obligado a hacerlo y nunca dejó de verlos, de pasar parte de sus vacaciones con ellos, de llamarlos. Lo sigue haciendo, treinta años después. Elenita no quiere a su hermano tanto como a su padre, pero está bastante segura de que su comportamiento será parecido, porque siempre ha sido sensato, responsable, aunque a ella nunca le haya caído bien. Tampoco le resulta simpática su cuñada, pero comprende que esté furiosa, dolida, porque la acaban de dejar, y a nadie le gusta que le dejen.

Bastante suerte ha tenido ésa, ya, cazar a un hombre como tu hermano, y conseguir que la aguante tantos años. Y ahora, ¿qué? ¿Que se ha acabado? Pues se acabó, esas cosas pasan, nadie tiene la culpa. Porque no me irás a decir tú ahora, con la carrera que llevas, hija mía, a los cuarenta y ocho años, liada con un moro de Lavapiés que podría ser tu hijo, que estas cosas son culpa de alguien…

Elenita no dice nada, pero mira a su madre y siente una extraña mezcla de rabia, lástima e incomprensión. Le gustaría poder compadecerla, pero no puede. Todavía la recuerda muy bien, haciendo cosas mucho peores que las que ahora la indignan de su nuera. A su marido le gustaba hacer barcos dentro de botellas de cristal, y las rompió todas. Su marido conservaba como un tesoro algunos libros viejos de su padre y de su abuelo, y se los regaló a un ropavejero. Su marido tenía menos propiedades que ella, que había heredado la mitad de los pisos del edificio donde sigue viviendo, pero lo puso todo a nombre de sus hijos para alegar que carecía de cualquier fuente de ingresos. Adoptó el papel de una pobre esposa abandonada por un sucio rijoso y todo el mundo la creyó. La mujer de su hijo, habiendo ido mucho más lejos de donde debería, no ha llegado ni a la mitad de su camino, pero no es más que una arpía que ha destrozado la vida de un bendito.

Elenita no siente la tentación de generalizar. Sabe que el mundo es enorme y que hay otros hombres, buenos y malos, otras mujeres, malas y buenas, miles de historias, unas buenas, otras malas, casi todas buenas y malas a la vez, según el punto de vista de quien las mira. Ella adora a su padre y no soporta a su hermano, pero eso da lo mismo. Lo de menos es que no pueda compadecer a su madre. Lo de más es que se trata de su madre, de su hermano, de su cuñada, y nadie, ni siquiera su novio, la entiende cuando cuenta lo que está pasando, con palabras pequeñas y otras grandes, igualdad, ecuanimidad, justicia.

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