COLUMNISTAS

Ni Europa ni globalización

Uno de los fenómenos más curiosos de este país ha sido la brusca desaparición de las agendas políticas, intelectuales, informativas y culturales de aquellos dos acontecimientos mayúsculos que iban a configurar y determinar el nuevo siglo. ¿Se acuerdan?: la europeización y la globalización. Inauguramos el siglo y el milenio afirmando por unanimidad que Europa y la globalización iban a cambiarlo todo para bien y/o para mal y luego de algunos voluntaristas intentos sincronizadores de erigirlos en el tema de nuestro tiempo, apenas divisados aquí dentro como globos sonda, se convirtieron en burbuja...

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Uno de los fenómenos más curiosos de este país ha sido la brusca desaparición de las agendas políticas, intelectuales, informativas y culturales de aquellos dos acontecimientos mayúsculos que iban a configurar y determinar el nuevo siglo. ¿Se acuerdan?: la europeización y la globalización. Inauguramos el siglo y el milenio afirmando por unanimidad que Europa y la globalización iban a cambiarlo todo para bien y/o para mal y luego de algunos voluntaristas intentos sincronizadores de erigirlos en el tema de nuestro tiempo, apenas divisados aquí dentro como globos sonda, se convirtieron en burbujas de un solo verano, hicieron plaf y desaparecieron de la faz mediática de la semipenínsula. Se fueron como vinieron, a lo grosero, sin debates, sin nuestras queridas trifulcas maniqueas, sin haber calado ni hondo ni periodístico, sin dar la menor explicación y si te he visto no me acuerdo.

Sólo algunos de nuestros economistas de fervor macro y tendencia pesimista siguen en sus trece con eso de la construcción de Europa y la globalización, de acuerdo, pero aquellos dos asuntos mayores que por fin nos iban a deslocalizar, cosmopolitizar, integrar en red y hacer respirar aires nuevos y desfronterizados que nada tenían que ver con ese tufillo entre maniqueo y masturbatorio que sudan nuestros patios de vecindad, resulta que ya no interesan a nadie. Basta darse una vuelta por las columnas, los blogs, los análisis, las tertulias, las tarimas o los nuevos manifiestos de la patria para constatar que ya ni Europa ni la globalización, aquellos dos prometidos cambios de escala, están de moda en estos tiempos y ya no interesan a nadie.

Ni siquiera nos dio tiempo para pronunciar las frases más o menos ingeniosas que habíamos preparado para enfrentarnos a los dos grandes acontecimientos del nuevo siglo: "Soy un europeo de origen español" y "En cuanto a la disyuntiva entre lo global y lo local, miren ustedes, soy sencillamente glocal".

Y no fue posible porque la vieja máquina tribal de conjurar novedades mucho antes de que aquí sucedan volvió a funcionar otra vez y los exorcismos caseros contra la normalidad extraterritorial, como ocurrió desde la Ilustración, y otros célebres asuntos pendientes se liquidaron con el folclor del somos diferentes, únicos, intransitivos, idénticos a nosotros mismos, costumbristas con fronteras y arrebatadoramente nacionales. Íbamos a cambiar de escala, y de ascensor, pero nos siguen fascinando las barrocas escaleras interiores que conducen al viejo sótano que sólo tiene vistas al patio de vecindad.

Es cierto que la idea de Europa ya no se parece en nada a la utopía prometida, y que la globalización, ante todo, se ha manifestado aquí en sus versiones más negativas, como deslocalización industrial, como prioridad del neocom salvaje, como descabellada declaración y participación en una guerra y como rendición incondicional a la Casa Blanca. De acuerdo. Pero solemos olvidar que la globalización también, al mismo tiempo, es la globalización de las costumbres, y Europa implica necesariamente, a pesar de todas sus burocracias pesadas, incurrir de una vez por todas en aquel espíritu ilustrado europeo del que aún estamos tan urgidos.

Todos los problemas que tenemos pendientes y agitan hasta el delirio mediático nuestro patio de vecindad (la anomalía territorial, la anomalía derechista, la anomalía religiosa y la anomalía maniquea) se volatilizarían si introdujésemos en nuestros debates políticos, intelectuales y culturales esos dos grandes temas irreversibles con los que se inauguró el nuevo siglo, Europa y la globalización, y contra los que hemos logrado inmunizarnos a base de nuestros entrañables exorcismos caseros, crispantes y autorreferenciales.

Pongámonos como nos pongamos, a la globalización no hay quien la pare y estamos condenados a Europa. Partamos de esa base de la que todo quisque parte por ahí fuera. Lo lógico entonces sería introducir en los debates españoles, cosa que no se hace ni siquiera por parte de las élites más ilustres, esas dos variables extraterritoriales para superar por cambio de escala nuestras cuatro o cinco anomalías y pensar por un instante que en una España europeizada y globalizada, como por bemoles va a ser, nuestras pequeñas y aisladas trifulcas caseras desaparecerán como lágrimas en la lluvia, que diría el replicante rubio de Blade Runner antes de soltar la paloma que vuela entre las chimeneas de acero del edificio Lloyd's del arquitecto global Richard Rogers, el mismo, por cierto, que diseñó la bellísima y por ahora intransitiva terminal 4 de Barajas.

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