PALOS DE CIEGO

Grandes retardados de la humanidad

Hace unas semanas me enteré de que el mayor héroe de mi infancia era en realidad uno de los mayores villanos de la historia. Se llamaba Henry Morton Stanley y lo conocí a los seis o siete años en un volumen de tapas azuladas de una enciclopedia infantil apropiadamente titulada Mi enciclopedia; el volumen, también apropiadamente, se titulaba a su vez Los grandes avanzados de la humanidad. Apropiadamente porque el libro acogía una serie de biografías sintéticas de grandes hombres (mujeres apenas recuerdo tres o cuatro), individuos de una ejemplaridad casi sobrehumana, nobles, veraces y le...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hace unas semanas me enteré de que el mayor héroe de mi infancia era en realidad uno de los mayores villanos de la historia. Se llamaba Henry Morton Stanley y lo conocí a los seis o siete años en un volumen de tapas azuladas de una enciclopedia infantil apropiadamente titulada Mi enciclopedia; el volumen, también apropiadamente, se titulaba a su vez Los grandes avanzados de la humanidad. Apropiadamente porque el libro acogía una serie de biografías sintéticas de grandes hombres (mujeres apenas recuerdo tres o cuatro), individuos de una ejemplaridad casi sobrehumana, nobles, veraces y leales, que habían sabido ser valientes en la guerra y sabios y prudentes en la paz. Como ustedes saben, cuando a un escritor se le pregunta por los libros que más han influido en su obra, la respuesta difícilmente elude los nombres de Shakespeare, de Cervantes, de Dostoievski o de Kafka; por mi parte confieso sin orgullo que ningún libro me ha influido tanto como Los grandes avanzados de la humanidad. Al menos es uno de los que más he leído en mi vida; lo leí innumerables veces, y más de una mañana de colegio fingí una enfermedad imaginaria (que mi madre fingió creer que era real) para quedarme leyéndolo en la cama. Fue así como conocí las vidas heroicas y admirables de Alejandro Magno, de Aníbal, de Julio César, de Catalina la Grande, de Napoleón Bonaparte, del príncipe Bismarck…, de tantos otros; también la de Henry Morton Stanley. Ignoro por qué razón, de entre todos los semidioses que exaltaba aquel libro, Stanley se convirtió en mi favorito; sólo sé que así fue, y que la primera vez que en el colegio nos obligaron a hacer un ejercicio oral de diez minutos, yo hablé de Stanley. Ni siquiera tuve que prepararme: me limité a recitar de memoria las gestas con que mi enciclopedia resumía la vida asombrosa de aquel gran avanzado de la humanidad.

Todavía podría recitarlas, también podría reproducir con detalle los dibujos que las ilustraban. Eran cuatro. En el primero se veía a un Stanley jovencísimo luchando contra una tempestad salvaje en el barco en que, enrolado como grumete, viajó desde su Inglaterra natal, donde sólo había conocido el hambre y la desolación de los asilos de huérfanos, hasta Nueva Orleans; el segundo lo mostraba, gallardo y ecuestre, mandando una columna de soldados de la Confederación que se apresta al combate; el tercero refleja el momento más conocido de su carrera: convertido en periodista celebérrimo, enviado por The New York Herald al corazón de África en busca del doctor Livingstone -a quien desde hacía mucho tiempo se creía perdido-, Stanley encuentra por fin al explorador y misionero el 10 de noviembre de 1871 en el poblado de Ugigi, en el lago Tanganica, y le saluda con una frase inmortal: "El doctor Livingstone, supongo"; en el último dibujo, Stanley, después de haber pasado muchos años en África continuando la labor filantrópica de Livingstone, después de haberse batido contra la esclavitud y llevado a cabo importantísimas exploraciones -descubrió las fuentes del Nilo, circunnavegó los lagos Victoria y Tanganica, y recorrió el río Congo hasta el mar-, era recibido con todos los honores en la Universidad de Oxford.

Era demasiado hermoso para ser cierto. Lo supe, ya digo, hace sólo unas semanas, mientras hojeaba en un avión la revista que están ustedes leyendo, en la que viene publicándose una serie de reportajes dedicados a los individuos más repugnantes de la historia. El de esa semana estaba dedicado a Stanley. Lo firmaba Pilar Rubio, y su título rezaba: "Mentiroso compulsivo". Quise no leerlo, pero lo leí. Rubio, que recogía los últimos descubrimientos de los historiadores acerca de mi héroe, sostenía que Stanley era un cobarde -desertó del ejército y de la marina-, un racista -no entendía cómo "un ser hocicudo de tez de hollín podía crear tantas tensiones entre hermanos de raza blanca"- un mentiroso patológico -cambió de nombre para ocultar su pasado de hospiciano, y Rubio detecta hasta cuatro mentiras flagrantes en sólo cuatro líneas de una de sus cartas- y un colaborador eficacísimo del rey Leopoldo II de Bélgica, que convirtió la región del Congo en "uno de los mayores campos de muerte de la edad contemporánea", en palabras del historiador Adam Hoschild. En fin: cuando terminé de leer el reportaje me armé de valor y no lloré. Pensé: es posible que todos los hombres necesiten héroes, pero lo que es seguro es que la de tener héroes es una necesidad infantil. Pensé: uno prolonga la infancia hasta donde puede, o hasta donde le dejan. Pensé que, a medida que se hace mayor -para lo cual es muy útil leer a Shakespeare, a Cervantes, a Dostoievski y a Kafka-, uno va haciéndose menos ilusiones. Pensé que, de todos los grandes avanzados de la humanidad que incluía mi enclopedia, hasta aquel desdichado reportaje aún me quedaban tres a quienes podía no considerar unos desalmados sedientos de sangre. Pensé que ya sólo me quedaban dos: el Mahatma Gandhi y Florence Nightingale, fundadora de la Cruz Roja. Pensé: el día menos pensado se descubre que Florence Nightingale era en realidad una asesina en serie, y Gandhi, un tratante de esclavas. Pensé: no cedas a la tentación de pensar que ese día serás por fin un adulto.

Archivado En