Tribuna:

Nosotros, el jurado

A Michael Joe Jackson le absolvió un jurado compuesto por ocho mujeres y cuatro hombres. Acusado por un fiscal incompetente de haber abusado sexualmente de un menor de edad, el desvaído intérprete de Thriller había despedido a varios abogados hasta que dio con un auténtico profesional, Thomas Mesereau, quien enseguida supo poner en evidencia a la madre del presunto perjudicado: la dama buscaba dinero, no justicia. Casi todos los restantes testigos del fiscal compartían motivos torcidos, pues, como la madre de marras, eran ex empleados de Jackson, Para colmo, alguna de las víctimas putat...

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A Michael Joe Jackson le absolvió un jurado compuesto por ocho mujeres y cuatro hombres. Acusado por un fiscal incompetente de haber abusado sexualmente de un menor de edad, el desvaído intérprete de Thriller había despedido a varios abogados hasta que dio con un auténtico profesional, Thomas Mesereau, quien enseguida supo poner en evidencia a la madre del presunto perjudicado: la dama buscaba dinero, no justicia. Casi todos los restantes testigos del fiscal compartían motivos torcidos, pues, como la madre de marras, eran ex empleados de Jackson, Para colmo, alguna de las víctimas putativas -como Macaulay Culkin, el posniño de Solo en casa- negó indignada la acusación.

A Kobe Bryant, escolta titular de los Lakers de Los Ángeles, le había ocurrido algo parecido meses atrás: acusado de haber violado a la joven empleada de un hotel en el que se albergaba, consiguió que su abogado desmontara la imputación con pruebas bochornosas sobre la falta de credibilidad de la denunciante, y el caso se hundió justo antes de la selección de un jurado que jamás habría comprado la tesis de la mujer. Ésta, de acuerdo con pruebas de ADN propuestas por la defensa de Bryant, había tenido relaciones sexuales con un tercero muy poco después de la presunta violación.

Con carreras congeladas y sueldos homogéneos por arriba la independencia de los jueces y magistrados aumentaría mucho

La verdad: ignoro qué habría pasado si ambos acusados, en lugar de enfrentarse a un jurado, hubieran tenido que vérselas ante un tribunal integrado por jueces de carrera, como sucede normalmente en España. Tampoco creo que lo sepa nadie.

Y es que si los jurados son impresionables, nuestros jueces funcionarios resultan presionables por donde más les duele: su carrera. Los grupos de presión, la prensa, la clase política o el mismo Consejo General del Poder Judicial pueden hacer trizas su futuro si arremeten contra un par de sentencias inesperadas que no gustan.

La ventaja del jurado es que se disuelve después de dictar su veredicto, y si te he visto, no me acuerdo. Así, no hay manera humana de ejercer presión sobre él.

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¿Quiere ello decir que, en España, deberíamos generalizar los juicios de jurado a todo proceso penal? No lo creo. La cultura legal angloamericana tiene dos rasgos destacados que no compartimos: amor a la verdad y pasión por los hechos. En este país, perjurar sale gratis y discutimos mucho más sobre las esencias que sobre la realidad. Propendemos a juzgar a los demás por lo que creemos que son, no por lo que se prueba que han hecho. Así las cosas, prefiero sentencia de juez a veredicto de jurado.

Sin embargo, convendría reforzar la independencia real de los jueces españoles. El deplorado espectáculo de docenas de probos magistrados enviando señales incesantes al poder para conseguir un ascenso o un nombramiento es una lacra de la justicia española en la que nadie parece haber parado mientes.

Los mecanismos institucionales para incrementar el grado de independencia judicial en sistemas como el español ya están inventados y no costaría mucho llevarlos a la práctica. La reforma más básica consistiría en quebrantar la idea misma de carrera judicial acortándola de forma drástica y congelándola luego para siempre. La idea es doble, pero muy sencilla: primero, una juez de primera instancia e instrucción, pongamos por caso, desempeñaría su función en dos o tres destinos, como máximo, y durante unos 10 o 12 años, al cabo de los cuales sería objeto de una evaluación en la que se tendrían en cuenta su eficiencia y el porcentaje de resoluciones confirmadas por los tribunales superiores. Si pasara el examen con nota, la interesada ascendería, pero -y esto es crucial- sólo una vez. A partir de su primera promoción las probabilidades de todo ascenso ulterior deberían ser estadísticamente despreciables. A cambio, su sueldo debería casi tan elevado como el de los magistrados de los más altos tribunales del país.

Con carreras congeladas y sueldos homogéneos por arriba, la independencia real de los jueces y magistrados aumentaría mucho. Los incentivos suelen funcionar más o menos de la misma forma en toda la especie humana. Los jueces no son excepción.

En este país, acaban de entrar en vigor las piezas esenciales de la Ley Orgánica de Protección Integral contra la Violencia de Género, esto es, las de orden penal. La ley es polémica, pero hoy no tocan ni censuras ni loas. Sólo corresponde poner de manifiesto que la ley echa un reto descomunal a la independencia judicial: como en los casos de los dos personajes famosos que mencionaba al inicio, la nueva regulación incentiva denuncias de mala fe, pues asocia muchas ventajas económicas y familiares a la condena penal del presunto maltratador, embarullando motivos e intereses privados con los públicos. Nuestros jueces van a necesitar toda la cobertura del mundo para mantener su independencia incólume ante el fuego graneado de grupos de interés que van a presionarles lo indecible. Como lo sabían de sobras, no ha habido muchos voluntarios a ocupar las plazas de Juzgados de Violencia sobre la Mujer y éstas han debido cubrirse por el sistema de colgarle el muerto a los juzgados de creación más reciente. Conservo cierta fe en que, con discreción y prudencia, conseguirán un cierto equilibrio. Mejoraría si les garantizáramos más independencia. Buena falta hace.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.

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