Tribuna:

'I have a dream...'

Un ruido estremecedor, seco, rompió lo que debía haber sido un plácido descanso nocturno. Aún apenas sobrepuesto del sobresalto, cuando intentaba dar con el interruptor de la luz, unos cuantos hombres se abalanzaron sobre mí invitándome a no oponer resistencia y comunicándome que de inmediato sería trasladado a las dependencias de la OSLC, la denominada Oficina per la Supervivència de la Llengua Catalana. Durante unos pocos segundos mi cabeza intentó buscar una explicación a lo que estaba sucediendo. No fue necesario: el que parecía estar al cargo de la brigada me indicó que el motivo que los ...

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Un ruido estremecedor, seco, rompió lo que debía haber sido un plácido descanso nocturno. Aún apenas sobrepuesto del sobresalto, cuando intentaba dar con el interruptor de la luz, unos cuantos hombres se abalanzaron sobre mí invitándome a no oponer resistencia y comunicándome que de inmediato sería trasladado a las dependencias de la OSLC, la denominada Oficina per la Supervivència de la Llengua Catalana. Durante unos pocos segundos mi cabeza intentó buscar una explicación a lo que estaba sucediendo. No fue necesario: el que parecía estar al cargo de la brigada me indicó que el motivo que los había llevado hasta mí no era otro que mi excesiva condescendencia en el uso de la lengua española. Fue en ese instante cuando di crédito a las voces de aquellos que, arriesgando su prestigio y probablemente su propia integridad física, habían venido advirtiendo a la sociedad catalana de la existencia de las oficinas de delación lingüística. La última vez que lo hicieron fue el pasado 21 de junio en la presentación pública del manifiesto Por un nuevo partido político en Cataluña, donde los habituales en ese tipo de manifiestos y colectivos dieron en el clavo con los auténticos problemas contra los que la sociedad catalana tiene que combatir.

Lo que más me sorprendió al salir de casa, rodeado por una suerte de almogávares lingüísticos, fue no ver a ningún vecino preguntar por el motivo de mi detención y tampoco interesarse por mi suerte. No tenía ninguna duda sobre lo que estaba ocurriendo. Por una parte, era evidente que existía un miedo profundo a la represión que ejerce el nacionalismo hegemónico contra todo aquel que es sospechoso de la más mínima desviación en el sentimiento patrio. Por otra, eran perfectamente perceptibles los resultados de tanta pedagogía del odio contra todo lo español que dictaminaba el Gobierno de la Generalitat desde hacía más de una década, ese odio que los medios públicos en Cataluña vienen destilando día sí día también. La sutileza pedagógica más o menos lograda de un Francino, un Cuní, un Hernández, una Terribas o un Bassas, por citar sólo a algunos de los actuales, hacía tiempo que había empezado a dar sus frutos. Las veces que yo mismo había sido discreto, cuando otros estaban en mi situación presente, era un buen ejemplo del producto generado por la combinación de la pedagogía del odio y la represión nacionalista. Brecht me venía a la memoria e incluso, más que víctima, me sentía culpable por haber sistemáticamente ignorado a tantos perseguidos con anterioridad, a los que yo había dado la espalda porque estaba convencido de que nunca vendrían a por mí, simplemente porque yo no era como ellos. Y me habían convertido en uno de ellos sin saberlo yo. Son las cosas del nacionalismo, que en Cataluña todo lo controla y ahoga.

Cataluña, esa tierra que en otros tiempos fue un espacio de libertad, progreso y creación, donde uno podía crecer con tranquilidad y donde hablar la lengua de Nebrija no era motivo ni de delación ni de persecución, donde la burguesía tenía el control real del país y donde unos pocos -los mismos- se alternaban entre la dirección de La Caixa de Pensions hasta la del FC Barcelona, esa Cataluña, estaba desapareciendo bajo los efectos de ese particular tsunami contra la libertad y la cultura que provoca todo nacionalismo.

De camino hacia las renovadas checas que el actual Gobierno nacionalista de Pasqual Maragall había impuesto, entre otras medidas, para contentar a los siempre peligrosos etnicistas de ERC y a los no menos complacientes nacionalistas de ICV, nadie podía impedir que en mi mente se sucedieran imágenes y recuerdos. Uno de ellos, probablemente el más significativo, se remontaba a pocos días atrás, cuando, paseando por el paseo de Gràcia con mi hijo de siete años, se nos acercó una joven pareja con indumentaria inequívoca de turistas y nos preguntó, en castellano, por el camino que debían tomar para dirigirse hacia la Sagrada Familia. Sugerí a mi hijo que fuera él quien les explicara el camino, dado que veniamos de allí. Mi sorpresa fue cuando me dijo que no entendía lo que esos jóvenes nos habían pedido. En ese instante descubrí atónito que los niños catalanes ya no eran capaces de entender ni de hablar el castellano, una lengua profundamente extraña para ellos. Mi sorpresa fue tan grande que decidí acercarme al primer quiosco que se cruzó en nuestro camino para comprar cualquier revista infantil en castellano. Nuevo mazazo contra mis intenciones. La política de promoción gubernamental de la lengua catalana había conseguido expulsar de los quioscos y las librerias, a excepción de las especializadas, cualquier publicación en lengua castellana. Era posible encontrar revistas y cómics en inglés, francés e incluso árabe y japonés, pero no así en la lengua castellana, que tanto arraigo había tenido antaño en nuestro país. Le pregunté a mi hijo qué hacía cuando ante el televisor sus personajes favoritos le hablaban en castellano. Me respondió que en la televisión de casa no había ningun canal en esa lengua. Cuando llegué a casa, con el mando a distancia en mi mano comprobé, efectivamente, que de los 15 canales que recibíamos sólo uno, destinado a información, era en lengua española. Los 14 restantes, públicos y privados, eran sólo en catalán. En ese momento comprendí que el genocidio cultural contra lo español practicado en Cataluña había alcanzado un punto de no retorno. Alguien detectó mi pensamiento y me delató. No sé cuál será mi destino ni el de mi familia. Afortunadamente, siempre nos quedarán una quincena de intelectuales...

Jordi Sánchez es profesor de Ciencia Política

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