Tribuna:

Dinero y nuevas prestaciones

Un reciente proyecto de decreto del Ministerio de Sanidad y Consumo (EL PAÍS, 16.5.05) fija las prestaciones mínimas del Sistema Nacional de Salud y establece que la incorporación de otras nuevas se hará, en un territorio autonómico, por decisión de la Comunidad correspondiente siempre que "aporte los recursos suficientes", y en el conjunto del Sistema por disposición del Ministerio de Sanidad y Consumo, y el Estado provea (al igual que se le exige a las autonomías) los fondos precisos.

De hecho, el decreto pretende que cada nueva prestación vaya acompañada de un incremento de los recur...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Un reciente proyecto de decreto del Ministerio de Sanidad y Consumo (EL PAÍS, 16.5.05) fija las prestaciones mínimas del Sistema Nacional de Salud y establece que la incorporación de otras nuevas se hará, en un territorio autonómico, por decisión de la Comunidad correspondiente siempre que "aporte los recursos suficientes", y en el conjunto del Sistema por disposición del Ministerio de Sanidad y Consumo, y el Estado provea (al igual que se le exige a las autonomías) los fondos precisos.

De hecho, el decreto pretende que cada nueva prestación vaya acompañada de un incremento de los recursos financieros (autonómicos y estatales) de la sanidad pública. Una norma de buena apariencia administrativa que, en realidad, (y el Ministerio de Sanidad y Consumo debería saberlo) resulta sin sentido e inaplicable en la asistencia sanitaria moderna y, en nuestro sistema, provocaría serios conflictos. Por varias razones:

a) El flujo de novedades médicas útiles es caudaloso e incesante. Un sistema de salud pública universal financiado por impuestos que, por mandato legal, condicione la incorporación de nuevas técnicas o productos a disponer de un dinero específico para ello, caería en el absurdo: o sometería a la hacienda pública a tensiones insoportables o se excluiría del progreso tecnológico en breve tiempo (en España, además, puede preverse que los servicios autonómicos apremiarían al Estado para la continua ampliación del catálogo: cada nueva prestación del Sistema Nacional de Salud sería para ellos una inyección de dinero).

b) En medicina, las novedades no surgen con la nitidez suficiente para incorporarlas a la asistencia por un acto reglado, salvo ciertos productos de diagnóstico y los medicamentos (y no pocos hay que retirarlos del consumo después). No nacen acabadas, sino en fase de formación que es, a la vez, de difusión, aplicación y perfeccionamiento. ¿Cuándo se incorporarían a la asistencia acompañada de su dotación financiera? ¿Cómo se calcularía el gasto probable de una nueva técnica? De aparecer inmediatamente, como sucede a menudo, otra sustitutiva más eficiente, que, claro, también sería dotada, ¿se suprimiría la dotación a la primera? ¿Determinaría cada nuevo medicamento coste-efectivo un aumento en el dinero que recibe el Sistema? Cuestiones de difícil respuesta y, en cualquier caso, con intereses económicos en juego, siempre gérmenes de discordia.

c) La obligación de "aportar los fondos suficientes" propios para incluir una nueva prestación acentuaría la inequidad, ya notable en la sanidad pública: las comunidades ricas podrían ofrecer, con mayor libertad que hoy, un servicio más amplio y más moderno, con más novedades; las pobres, limitadas a las prestaciones mínimas, quedarían retrasadas, cada vez a mayor distancia.

En fin, un proyecto de decreto que desconsidera la igualdad y quiere regular lo imposible. No debe llegar a decreto.

Enrique Costas Lombardía es economista.

Archivado En