Columna

Ardiente polvo de estrellas

A veces veo la sociedad como un universo completo, con sus fulgurantes estrellas, que son los grandes poderes; sus planetas dominantes y sus planetas pequeños; con cometas que aparecen y se esfuman, con satélites subsidiarios y serviles; con agujeros negros, enigmáticos y tal vez peligrosos; con meteoritos erráticos y excéntricos. Yo misma me considero un planetita ínfimo, de esos que apenas si se ven en los telescopios, pero que llevan su vida con cierta autonomía dentro del desordenado orden del cosmos. Sujeta a mi órbita como estoy, y al mismo tiempo amparada por ella, siempre me han fascin...

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A veces veo la sociedad como un universo completo, con sus fulgurantes estrellas, que son los grandes poderes; sus planetas dominantes y sus planetas pequeños; con cometas que aparecen y se esfuman, con satélites subsidiarios y serviles; con agujeros negros, enigmáticos y tal vez peligrosos; con meteoritos erráticos y excéntricos. Yo misma me considero un planetita ínfimo, de esos que apenas si se ven en los telescopios, pero que llevan su vida con cierta autonomía dentro del desordenado orden del cosmos. Sujeta a mi órbita como estoy, y al mismo tiempo amparada por ella, siempre me han fascinado los asteroides de recorrido libre y solitario. En la última semana he conocido a dos. Dos mujeres conmovedoras y bellas.

Una apareció una noche en un bar de copas en el centro de Madrid. Eran cerca de las dos de la madrugada y ella entró en el local llevando en torno al cuello, como un yugo, dos largos tubos de cartón con pulseritas de cuero confeccionadas por ella. Eran bonitas y estaban muy bien hechas; las ofrecía al módico precio de tres euros cada una, y era la vendedora menos eficaz que pensarse pueda, porque no insistía en absoluto. Tenía unos sesenta años y unos ojos azules inolvidables, tan intensos como la llama de un soplete. Un aspecto estupendo aunque ajado, una ropa bonita aunque raída, el cabello canoso recogido en un moño terso e impecable. Se llamaba Carol. Era irlandesa, pero llevaba treinta años viviendo en España y hablaba nuestro idioma a la perfección. Hace treinta años debió de ser una belleza. Me pregunto por qué vino y, sobre todo, por qué se quedó. Y cómo ha terminado vendiendo pulseras de cuero, de madrugada, en los bares de copas. Ataba los brazaletes a la muñeca y te deseaba lo mejor: "Yo doy suerte", decía: "Y no entiendo por qué, porque yo no la tengo".

A la otra la encontré tres días más tarde mientras almorzaba en la terraza de un restaurante, y era como una hermana fantasmal de Carol, tanto se parecían la una a la otra. Esta era española, e ignoro su nombre. También muy delgada, también sesentona, igualmente hermosa y algo marchita. La pulcritud de su apariencia llamaba la atención: el pantalón recién planchado, el jersey anticuado pero impecable, el pelo recogido en moñitos deliciosos como de niña, los pendientes antiguos y modestos adornando sus orejas. Vendía cedés de música ("originales, ¿eh?, no son piratas"), grabaciones malas que sin duda debía comprar al por mayor en alguna tienda y que revendía por las terrazas con algún incremento. Sabía de jazz, de música clásica e incluso de modernidades como Björk. Hace falta valor, y entereza, y un concepto muy claro de la propia dignidad, para agarrar un carrito repleto de cedés baratos y pasearse por las terrazas de Madrid intentando colocarlos. Nuevamente me pregunté de dónde habría salido. Qué compleja y larga vida llevaría a sus espaldas, de qué lejana galaxia habría llegado.

Vengan de donde vengan, están enteras. Todos los días se lavan, se cuidan, se visten con gusto y con atención, se peinan sus moñitos, se ponen sus pendientes, que quizá sean los últimos, los únicos. Todos los días encuentran una razón suficiente para levantarse de la cama, y no sólo para levantarse, sino, sobre todo, para permanecer dignamente en pie. Cuánto respeto hace falta tenerse a uno mismo para seguir siendo quien eres aun en las situaciones más solitarias y difíciles. Siempre admiré a esos exploradores británicos del siglo XIX que, perdidos en mitad de un continente sin cartografíar, en el corazón de la selva y de las tinieblas, asediados por las fiebres y los caníbales, se detenían todos los días a las cinco de la tarde para tomar el té sobre un mantel de encaje. Qué monumental empeño en seguir siendo denota ese gesto en apariencia absurdo.

Carol y la vendedora de cedés, en fin, también toman el té en medio de la jungla. Las sociedades occidentales, tan ricas, tan ordenadas y protectoras para quienes están dentro del sistema, escupen fácilmente a estos meteoros errantes, personas que se quedan fuera de las normas, de las cuentas bancarias, de las hipotecas y las tarjetas de crédito. Es algo que puede sucedernos a cualquiera: salirnos de la órbita, perder nuestro lugar. Yo no sé si sabría mantener mi camino con tanta dignidad como estas dos mujeres, hermosos asteroides, ardiente polvo de estrellas.

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