Columna

La herencia de Aurora

Qué ilusión! -Estefanía suspira mientras Aurora mira el llavero que tiene en la mano con un gesto ambiguo, casi filosófico-, ¿verdad, mamá? Abre ya, anda…

Aurora mira a su hija, mira la llave, y la introduce en la cerradura con una rapidez que no logra disimular su temblor. Luego escucha el ruido de la puerta al abrirse, pero no la ve. Tiene los ojos cerrados y el corazón en la boca. Se teme lo peor y cuando escucha el grito de su hija, comprende que ha acertado.

Estefanía y ella llevan más de ocho meses esperando este momento. Entonces, cuando su hermana Lucita accedió a cederle...

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Qué ilusión! -Estefanía suspira mientras Aurora mira el llavero que tiene en la mano con un gesto ambiguo, casi filosófico-, ¿verdad, mamá? Abre ya, anda…

Aurora mira a su hija, mira la llave, y la introduce en la cerradura con una rapidez que no logra disimular su temblor. Luego escucha el ruido de la puerta al abrirse, pero no la ve. Tiene los ojos cerrados y el corazón en la boca. Se teme lo peor y cuando escucha el grito de su hija, comprende que ha acertado.

Estefanía y ella llevan más de ocho meses esperando este momento. Entonces, cuando su hermana Lucita accedió a cederle el piso, ya hacía más de seis que su padre había muerto. Aurora sigue doliéndose de aquella ausencia como sólo lo hacen los hijos díscolos, los que dan disgustos, los que se ponen el mundo por montera y después, mucho después, aprenden al mismo tiempo que se han equivocado y que la peor consecuencia de sus errores son los remordimientos. Estefanía, que no es un error aunque vaya a cumplir 18 años antes de que ella cumpla 35, no conoce a su padre, y sin embargo sabe que su madre vale por dos. Aurora dejó de estudiar cuando no debía, pero se matriculó después, mientras trabajaba en un supermercado, en un centro de educación a distancia donde obtuvo dos títulos seguidos en menos de tres años, para cambiar de empleo y de destino contra las costumbres, las estadísticas y los pronósticos de su hermana Lucita, la buena, la responsable, la que se apresuró a instalarse en casa de su padre cuando murió la madre de ambas.

Entonces Aurora no protestó, no intentó razonar, recordar en voz alta que su cuñado tenía un piso propio, el que ahora se disponían a alquilar, y ella, uno de alquiler en Villaverde Alto, tan lejos de su trabajo que tenía que levantarse a las seis de la mañana para fichar a las ocho y media. Tú bastante tienes ya, dijo Lucita, y a mí no me cuesta nada cuidar de papá… Cuando su padre se puso malo, las dos hermanas se repartieron la tarea de cuidar de él en el hospital, pero poco después Lucita enfermó de unas misteriosas jaquecas que ningún médico fue capaz de remediar. Aurora tampoco se quejó. Se sentía tan culpable que no le importó doblar los turnos, aunque el precio consistiera en dormir menos horas aún que en la época de sus proezas académicas. Luego su padre se murió, y Lucita se quedó tan trastornada que no encontró un momento para pensar en la herencia. Cuando lo halló, fingió un escándalo tan puro al escuchar que Aurora pretendía quedarse con el piso -¡pero si aquí vivo yo, si ésta es mi casa!- que ella dio marcha atrás enseguida. Bueno, pues lo valoramos todo, yo me quedo con el chalet de Buitrago, lo vendo y me compro algo… Pero resultó que el chalet de Buitrago también era la casa de Lucita, que se iba allí todos los veranos en cuanto le daban las vacaciones a su hijo. Yo paso mucho más tiempo en esa casa que tú, dijo. Claro, porque yo trabajo y tú no, alegó Aurora. ¿Y qué? Eso no significa nada, opinó su hermana.

El forcejeo había durado más de un año, todo un año durante el que Aurora había pagado un alquiler en Villaverde y Lucita había cobrado otro en la Fuente del Berro. El único acuerdo posible consistía en que Aurora saliera perdiendo en todo a cambio de quedarse con el piso, y eso era lo que habían acordado. Pero desde entonces habían pasado ocho meses. Es que no me puedo mudar ahora, es que me han vuelto las jaquecas, es que no sé lo que me voy a llevar, es que tengo que cambiar la cocina de la otra casa, es que tengo que llamar a un carpintero para que me adapte el dormitorio del niño, es que, es que, es que…

-¡Mamá!

Aurora interpreta sin esfuerzo el acento de Estefanía, cierra los puños, abre los ojos. Lo primero que ve, más allá de las escarpias en las paredes del recibidor vacío, es la cocina, descarnada más que desnuda, porque su hermana no sólo ha arrancado los muebles, sino también más de una docena de azulejos. En el hueco se ven los pegotes de cemento y los ladrillos que están debajo.

-Pero, mira, mamá… -Estefanía llora y habla al mismo tiempo-. Si aquí no hay nada, nada, ni un mueble, ni cajones en los armarios, nada, sólo paredes rotas, en el baño también, ¿qué vamos a hacer ahora, mamá, qué vamos a hacer?

-Obra -Aurora abraza a su hija y sonríe, porque por fin ha logrado absolverse a sí misma-. Primero hipotecar, y luego obra. Y, antes de nada, alegrarnos de no ser como tu tía Lucita. Eso es lo más importante de todo lo que vamos a hacer.

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