Reportaje:EL PAÍS | Clásicos españoles

'Sonata de primavera'

EL PAÍS ofrece mañana, lunes, por 1 euro, la novela de Ramón del Valle-Inclán

Aun representando la cúspide del primer Valle-Inclán, y la mejor y más cuajada ficción modernista en prosa de su tiempo, las sonatas, entre ellas esta "de primavera" (1904), no suponían ninguna ruptura real en el panorama de la literatura europea del primer novecientos. Sus modelos y antecedentes, éstos sí novedosos, se habían ido desgranando en el último tercio del XIX y ahí permanecen, para probarlo, obras de Chateaubriand, Barbey, Eça de Queiroz o D'Anunzio, para no remontarnos a las Memorias de Casanova, que son del siglo anterior. El Valle-Inclán que se coloca a la cabeza de...

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Aun representando la cúspide del primer Valle-Inclán, y la mejor y más cuajada ficción modernista en prosa de su tiempo, las sonatas, entre ellas esta "de primavera" (1904), no suponían ninguna ruptura real en el panorama de la literatura europea del primer novecientos. Sus modelos y antecedentes, éstos sí novedosos, se habían ido desgranando en el último tercio del XIX y ahí permanecen, para probarlo, obras de Chateaubriand, Barbey, Eça de Queiroz o D'Anunzio, para no remontarnos a las Memorias de Casanova, que son del siglo anterior. El Valle-Inclán que se coloca a la cabeza del expresionismo y otras formas de ruptura del XX, y no sólo en el área del castellano, vendría más tarde, pero no mucho, pues ya el rotundo y genial ciclo de las Comedias bárbaras, germen de esa manera, arranca en 1907.

El esquema de las Sonatas recurre al conocido recurso que echa mano de unos supuestos recuerdos dejados a su muerte por un viejo aristócrata ficticio, el Marqués de Bradomín, último avatar del donjuanismo y tal vez, se aventura, el más admirable de esa estirpe. Xavier de Bradomín, que irá apareciendo fugazmente a lo largo de toda la obra de Valle, incluso en el ciclo novelesco final e incompleto El ruedo ibérico, era "feo, católico y sentimental". A tan contundente y feliz caracterización habría aún que añadir otros ingredientes: por ejemplo, su cinismo y su galantería; por ejemplo, su orgullo, que no vanidad; por ejemplo, su ironía o su gusto por la alianza de erotismo y liturgia, mucho más que religión. Todo lo anterior da paso a su nota más personal: su descreimiento. En realidad, Bradomín es un libertino del XVIII, no muy lejano de Don Antonio, el volteriano protagonista de Bearn, la maravillosa novela de Llorenç Villalonga, también un aristócrata en decadencia. El ideario político del antihéroe también se presta a confusión: como su creador, del cual no es, sin embargo, un trasunto, declara ser carlista "por estética" y por encontrar siempre más bella "la majestad caída que sentada en el trono", agregando que, en el tradicionalismo, habría dos clases de militantes: por una parte, él, y por otra, el resto del partido. O sea, que ni Valle ni su personaje fueron carlistas. ¡Admirable!, como hubiera apostillado, entre vapores de whisky, Rubén Darío, más aún que maestro, colega y rendido admirador del escritor gallego.

Valle, en todo caso, tenía un aprecio muy tasado por la establecida sociedad española de su tiempo, el de la Restauración y la Monarquía de Alfonso XIII y, en general, por la centralista dinastía borbónica y sus muchas miserias. Por eso, las Sonatas transcurren en lugares exóticos, forales o alejados de Madrid. La de primavera, en un noble palacio italiano de Liguria, ciudad inventada que habría quizás que traducir por Roma. En ese ambiente solemne, de través y en la penumbra de salas, patios, escaleras y corredores casi desiertos donde resuenan las campanas catedralicias y agoniza un purpurado de la familia, Bradomín, guardia noble, una especie de diplomático, a las órdenes del Papa, vive un lance amoroso que abocará a un final trágico. Las sombras tutelares de condottieri, orfebres y licenciosos vates renacentistas, añaden profundidad al cuadro. También la nota satánica, aunque uno sospecha que, ahí, el único demonio es el aristócrata. No se sabe qué admirar más en la obra, si la perfecta recreación de una atmósfera fascinante, los diálogos llenos de intención que sostiene el marqués o la potencia estilística e inventiva, que le permite a Valle-Inclán, ya y como de pasada, refinamientos del siguiente calibre: "Sobre el vasto recinto se cernía el silencio como un murciélago de maleficio, que sólo se anuncia por el aire frío de sus alas". Lo misterioso se solapa ahí a lo agorero, en un efecto retórico impecable.

Hay un secreto que ha logrado preservar a las Sonatas de cualquier envejecimiento, al contrario que cierta prosa recamada y casticista de su tiempo, ya nacida polvorienta e ilegible. Ricardo León, Eduardo Marquina, Enrique Larreta, pongo por caso. Ese secreto no es más que la sutil construcción de la novela en dos niveles de sensibilidad: uno solemne y levantado, a lo que ayuda el tema, los personajes y los espacios nobiliarios y otro, la introducción, en apostillas, incisos y, sobre todo, diálogos, de un distanciamiento irónico -en los esperpentos últimos del escritor, violentamente satírico y deformante-, donde al tiempo que se evoca un mundo noble es destruido o subvertido, mostrando su inanidad y anacronismo. Ese efecto será bastante parecido al que, bajo el marbete de "sensibilidad camp", fue teorizado en los sesenta del pasado siglo, precisamente con ocasión de un revival del simbolismo de fines del XIX, decadente, perverso y floral.

La Sonata de primavera apareció, antes de ser libro, en el folletón del suplemento literario Los Lunes de El Imparcial, el diario más importante de aquel tiempo, dirigido por Ortega Munilla, periodista al que está dedicado el libro. Valle, como se ve, era un escritor ya de primer orden, consagrado y reconocido, seguramente por el relativo éxito que acompañó a la salida de otras dos Sonatas en 1902 y 1903. Pero las regalías no debieron ser cuantiosas, porque un poco antes de la aparición de esta Sonata de primavera, su autor declaraba en carta abierta al director de El Gráfico, con su ácida inventiva habitual, que del nuevo libro "seguramente se venderían algunos cientos de miles, y con el dinero que me dejen pienso restaurar los castillos del Marqués de Bradomín y comprarme un elefante blanco, con una litera dorada, para pasear por la Castellana".

Valle no salió jamás de pobre, obligado a mantener una considerable prole. Viejo, divorciado y enfermo, pero invicto, fue nombrado por la República, en 1933, director de la Academia Española de Bellas Artes en Roma. La instalación de este centro en un antiguo y noble palacio romano renacentista, sin duda traería a la melancólica memoria de don Ramón el remoto escenario de la Sonata de primavera. Pero para él ya era tarde. Sin poder cumplir su mandato, de una vieja dolencia incurable, dejaba este mundo en enero de 1936. La piadosa muerte le ahorró, al menos, la que se venía encima a los otros españoles. Tampoco conocería los tres impresionantes, magistrales sonetos que Rafael Alberti le dedicó, en un libro de 1968, rememorando una visita al maestro en Roma, en aquellas turbulentas calendas.

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