Reportaje:EL PAÍS | Novela negra

El caso del fabricante de historias

EL PAÍS ofrece mañana, lunes, por 1 euro, 'El caso del gatito imprudente', de Erle Stanley Gardner

Erle Stanley Gardner (1889- 1970) no siempre fue bien comprendido por sus pares, pero, en cambio, el público le entendió perfectamente. La crítica de la época, incluso dentro del género, le asimilaba más al profesional concienzudo, pero condescendientemente menor, que al cine de autor. Cierto que no era Hammett, ni Chandler, ni McDonald; que su gran creación, el abogado Perry Mason, no era el detective de la Continental, Marlowe o Archer; que lo suyo no era la búsqueda del tipo irrepetible en el filo de una equilibrada amargura, sino la multiplicación industrial del éxito, porque sus ti...

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Erle Stanley Gardner (1889- 1970) no siempre fue bien comprendido por sus pares, pero, en cambio, el público le entendió perfectamente. La crítica de la época, incluso dentro del género, le asimilaba más al profesional concienzudo, pero condescendientemente menor, que al cine de autor. Cierto que no era Hammett, ni Chandler, ni McDonald; que su gran creación, el abogado Perry Mason, no era el detective de la Continental, Marlowe o Archer; que lo suyo no era la búsqueda del tipo irrepetible en el filo de una equilibrada amargura, sino la multiplicación industrial del éxito, porque sus tipos son siempre figuras instrumentales de la construcción de algo superior, un caso, una recomposición del paisaje de la legalidad, momentáneamente transgredido por el crimen. En Gardner, el orden universal a restablecer es el argumento eterno. Por eso, todas sus novelas son juicios desde la primera a la última página, aunque la vista formal sólo ocupe los últimos capítulos, y en ellas -de las que El caso del gatito imprudente (1942) es igual de representativa que casi todas las demás- domina absolutamente la acción, el diálogo, y los personajes se construyen haciendo o contando sin tregua lo que han visto o lo que creen que han visto y oído en un cuadro frío y funcional de un tiempo.

Los criminales pagarán un día, como, puritano, Gardner nos anuncia
Todas sus novelas son juicios desde la primera a la última página

Y Gardner, con 124 novelas de las que más de 80 son de Perry Mason, y centenares de narraciones, en su mayoría aparecidas en la revista Black Mask, la biblia del género, fue el que más publicó y, sobre todo, vendió durante el medio siglo en que entretuvo a los públicos norteamericanos. Se obligaba a escribir 4.000 palabras diarias -o nocturnas- y su ambición fue siempre la de ganar dinero y dar al lector la mejor distracción posible.

Pero en ese autor aparentemente ajeno a cualquier cumbre hay un minimalismo narrativo que, en el caso que nos ocupa, resulta particularmente interesante. Publicada la novela en 1942, con Estados Unidos librando la guerra del Pacífico y los norteamericanos de origen japonés acarreados como ganado a campos de concentración, el mayordomo Komo es, probablemente, un japonés que se hace pasar por coreano. Pero el autor no se molesta en connotar más que de la forma más indirecta que hay una guerra en curso, ni por qué puede ser verosímil que el oriental quiera ocultar su nacionalidad. Igualmente, construida pieza a pieza a lo largo de tantas novelas, la relación entre Mason y su secretaria Della Street -descritos físicamente de la manera más sucinta: bien plantados, jóvenes, anglosajones- es un prodigio de escritura con puntos suspensivos, hasta el punto de evocar anticipadamente la relación John Steed-Emma Peel de Los vengadores. ¿Qué hacen Perry y Della cuando Erle Stanley no les contempla, después de que él la tome por la cintura?

Lo que importa es el juicio, el desenlace en el que se juntan todas las piezas del rompecabezas, declaraciones y observaciones sobre las que el autor pasa de puntillas, movimientos y ornamentos que nunca se hallan donde están por casualidad. Plena convención, sin duda, rematada por esa explicación de Mason en la que recoge, canónicamente, uno a uno los hilos dispersos de la trama.

Una novela, también en ese surtidor de insinuaciones, en la que el investigador no es un detective, sino un abogado, y en la que el detective privado, Paul Drake -un personaje tan difuminado que la devaluación de su cometido no puede obedecer a la casualidad-, en los antípodas de un Sam Spade, y alguien que sólo sirve para que el protagonista le encargue averiguaciones muy parciales, que sólo él puede integrar en la panoplia de respuestas con sentido. Por eso, El caso del gatito imprudente termina sin que la policía haya desvelado la intriga final, que únicamente conoce Mason, de sobra satisfecho con que la ley haya actuado en el marco de lo que él defendía en juicio. Los criminales pagarán un día, como, puritano, Gardner nos anuncia, pero ni la policía ni la investigación privada pueden emular al abogado imperturbable.

Lo demás es para el lector veterano una nostalgia de época, la de la gran novela policiaca norteamericana, la de un tiempo en el que los novelistas se atrevían a hacer que los asiáticos hablaran con la "l" en lugar de la "r"; donde, si aparecía algún negro, tenía que ser cantando; cuando los policías eran comúnmente llamados polizontes; o la invitación a los interrogatorios comenzaba con un invariable: dispara, como el tiro que era la pregunta.

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