Columna

La bondad

Es admirable que uno de los mejores escritores vivos, Philip Roth, haya dedicado sus esfuerzos literarios no sólo a escribir novelas memorables, sino a dar cuenta de la literatura de otros escritores con una generosidad del que ama tanto su oficio que reconoce méritos en lo que hacen otros. No es algo común. Leía el mes pasado ese libro que recopila las entrevistas que Roth ha hecho a escritores a los que admira: El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. Me llamó poderosamente la atención el retrato de un autor del que yo desconocía hasta el nombre: Aharon Appelfeld. Appelfeld ll...

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Es admirable que uno de los mejores escritores vivos, Philip Roth, haya dedicado sus esfuerzos literarios no sólo a escribir novelas memorables, sino a dar cuenta de la literatura de otros escritores con una generosidad del que ama tanto su oficio que reconoce méritos en lo que hacen otros. No es algo común. Leía el mes pasado ese libro que recopila las entrevistas que Roth ha hecho a escritores a los que admira: El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. Me llamó poderosamente la atención el retrato de un autor del que yo desconocía hasta el nombre: Aharon Appelfeld. Appelfeld lleva sobre sus espaldas media historia del siglo XX: nació en una región que hoy pertenece a Rumania, tuvo como lengua materna el alemán, cuando tenía seis años le separaron de sus padres y fue enviado a un campo de concentración del que se fugó. Su infancia, entonces, transcurrió en los bosques ucranios, protegido por delincuentes. Aprendió el ucranio, el ruso, creció desplazado, yendo de un país a otro de esa Europa derrumbada, acoplándose a los nuevos idiomas como un camaleón, como ese Zelig de la película de Woody Allen, hasta que llegó a Israel a los 14 años y se hizo con el idioma en el que ha escrito su obra: el hebreo. Roth describe su aspecto como el de un mago de esos que divierten a los niños en los cumpleaños sacándose palomas del sombrero. Cuando leí este retrato de Appelfeld me fastidió no tener a mano ninguno de esos libros de influencia kafkiana de los que tan calurosamente habla Roth. Pero la sorpresa me estaba esperando: en Nápoles, en la plaza Dante, un anciano explicaba a un público atento cómo sus ojos de niño contemplaron el horror y cómo esa experiencia ha inundado su literatura. Esta charla al aire libre ocurría en el mismo país en el que Berlusconi, el payaso poderoso, ha tenido la desfachatez de decir que Mussolini no mató a nadie. A pesar de su presidente nosotros no pensamos que el pueblo italiano sea fascista. Me pregunto por qué entonces una mujer le preguntó a Appelfeld qué sentía como judío al pasar de víctima a verdugo. Esas generalizaciones, pensé, sí que son fascistas. Porque, como escribe Roth, es muy fácil percibir la bondad en los ojos de Appelfeld.

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