Tribuna:GUERRA EN IRAK | Las protestas

Rusia, el petróleo y la guerra

A comienzos del mes de febrero, la alianza París-Berlín-Moscú contra la guerra estadounidense en Irak suscitaba muchas dudas. Los politólogos rusos no estaban seguros de que Francia y Alemania, aliados históricos de Estados Unidos, se mantuvieran firmes frente a la resolución británico-estadounidense en el Consejo de Seguridad. Y en Francia y en Alemania se decía que, tras perder un larguísimo enfrentamiento con EE UU, Rusia no estaría dispuesta a emprender uno nuevo. El tiempo ha disipado esos temores. Las presiones de Washington no han hecho mella en la decisión de la "vieja Europa" ni en la...

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A comienzos del mes de febrero, la alianza París-Berlín-Moscú contra la guerra estadounidense en Irak suscitaba muchas dudas. Los politólogos rusos no estaban seguros de que Francia y Alemania, aliados históricos de Estados Unidos, se mantuvieran firmes frente a la resolución británico-estadounidense en el Consejo de Seguridad. Y en Francia y en Alemania se decía que, tras perder un larguísimo enfrentamiento con EE UU, Rusia no estaría dispuesta a emprender uno nuevo. El tiempo ha disipado esos temores. Las presiones de Washington no han hecho mella en la decisión de la "vieja Europa" ni en la de la joven "democracia" rusa. Todo lo contrario, desde que ha empezado la guerra en Irak, el tono de Moscú es más desabrido, como si Vladímir Putin, vejado porque EE UU no le presta atención, estuviera enfadado con su "amigo" George W. Bush.

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Esta actitud no se debe a una presión de la opinión pública porque en Rusia las manifestaciones contra la guerra son escasas y no tienen la misma amplitud que en Occidente. Sin embargo, un sondeo sobre la opinión pública europea, publicado en el International Herlad Tribune del 19 de marzo, demuestra que la cota de Estados Unidos ha descendido enormenente en todas partes debido a George Bush, excepto en dos países que son directamente antinorteamericanos: Rusia y Turquía. A diferencia de la prensa de Moscú, estrechamente controlada por unos oligarcas que no tienen más remedio que simpatizar con EE UU, los rusos "normales" sienten una enorme antipatía por la superpotencia norteamericana, y no sólo debido a los malos recuerdos de la guerra fría. En un programa de la cadena NTV y ante un público en su mayoría militar -entre el que se contaban oficiales de alta graduación retirados-, ese sentimiento se expresó con rotundidad: los consejeros estadounidenses y "su" Fondo Monetario Internacional son responsables del desplome económico de Rusia. Otros condenaron la arrogancia de los cerca de cien mil estadounidenses instalados en Moscú y San Petersburgo, donde llevan una vida paradisiaca. No todos son millonarios, pero incluso los que acuden a Rusia en busca de droga más barata o de mujeres fáciles tienen los monederos llenos de dólares, esos billetes verdes con los que sueña el ruso medio.

Esta actitud de los rusos ha sorprendido en Washington. Al principio, George W. Bush no la tomó en serio. La prensa estadounidense, desatada contra Francia y Alemania, no hablaba casi de Rusia. Pero los discursos de Ígor Ivanov, ministro ruso de Asuntos Exteriores, no dejaban ninguna duda sobre el veto de Moscú en el Consejo de Seguridad. El presidente de EE UU pensó entonces en enviar a su dura consejera Condoleezza Rice para que obligara a Rusia a volver al buen camino. Pero hubo que anular el viaje porque el Kremlin no mostraba demasiado interés en recibirla. Después, una vez entablada la guerra, Bush ha elevado el tono y ha acusado a los rusos de vender a Irak armamento sofisticado. Putin lo ha desmentido categóricamente.

El presidente ruso mantiene su posición de siempre: es partidario de un mundo multilateral, regido por la ley internacional, de la que la ONU debe ser garante. Una posición perfectamente acorde con la de Alemania y Francia, por lo que no es nada extraño que sus decisiones sean parecidas. Sólo hay una duda, y es la solidez de Rusia frente a una ofensiva económica de Estados Unidos, pues ese país ha dejado de ser una potencia industrial y vive principalmente de la exportación de sus hidrocarburos.

Rusia tiene hoy uno de los gobiernos más vastos del mundo, con sus 60 ministros y 600 viceministros. Se apoya en una enorme burocracia, mayor aún que la de la época de la URSS a pesar de la pérdida de una decena de repúblicas. Los ingresos fiscales no alcanzan para pagar convenientemente a este ejército de funcionarios, ni, por supuesto, a los profesores, médicos y demás budgetniki (los que dependen del presupuesto del Estado) que, desde el policía hasta el juez o el fiscal, deben apañárselas para sobrevivir.

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Rusia se ha convertido en uno de los países más corruptos del mundo. Su sistema sólo beneficia a la mafia, omnipresente en todos los sectores de la economía. Vladímir Putin conoce evidentemente esta realidad, pero no tiene instrumentos para modificarla. Acaba de poner fin a la división del KGB, realizada a finales del reinado de Mijaíl Gorbachov. Pero esta medida, muy impopular entre la intelligentsia liberal, no es susceptible de cambiar el clima político del país. Los mejores elementos del antiguo KGB están desde hace tiempo en el sector "privado" y un salario de 4.000 rublos mensuales (unos 130 dólares) no es como para animarles a volver a su antigua casa.

Queda el sector de los hidrocarburos, sobre el que se sostiene la economía del país. El precio del petróleo -y del gas a él asociado- desempeña un papel decisivo. El problema es que las inmensas reservas rusas están en unas regiones enormemente lejanas. El precio del barril de petróleo de Siberia occidental es ya de casi 12 dólares y ahora hay que ir a sacarlo de Siberia oriental, aún más lejos y de un acceso aún más difícil. British Petroleum (una compañía de propiedad británico-estadounidense) ha firmado un contrato de 6.000 millones de dólares por su participación en la puesta en marcha de esos yacimientos. Ello ha animado a las oligarquías petroleras rusas, pero también es una clara advertencia de su dependencia del precio del barril. Las compañías rusas, en primer lugar el Lukoil, tenían ventajosos contratos en Irak y no es una locura dudar de que EE UU los vaya a mantener. Las otras compañías, empezando por Iukos, estaban pensando en construir sus propios oleoductos hacia Estados Unidos y China, pero Putin ha dicho "niet". Es comprensible: la propiedad de los oleoductos permite al Estado controlar, mal que bien, el flujo de petróleo y de gas exportado y gravar con un impuesto del 40% cada barril de oro negro. En la práctica, las compañías pagan lo que quieren, gracias a la sustancial propina que dan a los funcionarios de aduanas. Ni siquiera protestan cuando el Gobierno les pide 100 millones de dólares (como ha ocurrido con Lukoil) sin dar ninguna explicación.

Con todo, el precio del petróleo es decisivo para el presupuesto ruso y nadie puede predecir cuál será su evolución tras la guerra de Irak. Vladímir Putin tiene el mérito de haber mantenido sus compromisos frente a Francia y Alemania. Pero si quiere seguir controlando los acontecimientos debe poner orden en su casa, lo que no parece fácil.

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