Tribuna:EL ARTE POP ESPAÑOL PIERDE A UN GRAN CREADOR DE OBJETOS Y SENTIDOS

El amigo asturiano en Canarias

Eduardo no había cumplido los veintidós cuando una tarde en La Laguna nos encontramos por primera vez. Mi amigo Cervino andaba enredado con el montaje de Esperando a Godot; Eduardo Westerdahl nos imbuía de surrealismo, Maud nos descubría París y Óscar Domínguez; Arozena nos pasaba libros editados en Buenos Aires y México, libros que pasaban por todas las manos. Pérez Minik, vestido de inglés, ejercía de cónsul de las ideas de Europa. Carlos Pinto nos paseaba por su jardín antes de la ceremonia de su horno, donde escuchábamos los últimos poemas secretos y no publicables que recibía de la...

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Eduardo no había cumplido los veintidós cuando una tarde en La Laguna nos encontramos por primera vez. Mi amigo Cervino andaba enredado con el montaje de Esperando a Godot; Eduardo Westerdahl nos imbuía de surrealismo, Maud nos descubría París y Óscar Domínguez; Arozena nos pasaba libros editados en Buenos Aires y México, libros que pasaban por todas las manos. Pérez Minik, vestido de inglés, ejercía de cónsul de las ideas de Europa. Carlos Pinto nos paseaba por su jardín antes de la ceremonia de su horno, donde escuchábamos los últimos poemas secretos y no publicables que recibía de la Península.

Eduardo, recién llegado de El Aaiún, donde le habían destinado por aquello de la mili, aún con la arena del desierto en los ojos, nos confesó que ni en París, su última aventura viajera persiguiendo a la pintura, se había encontrado con la libertad y el pensamiento tan próximo. Por aquellos días, no recuerdo si Carlos Pinto o el doctor Parejo, le ofrecieron el Manicomio para pintar. El resultado fue la primera exposición en Las Galerías Macías del Toro, que él inauguró. Como la galería estaba al fondo de un bar, negocio principal, Eduardo salió a la calle y apareció seguido de los indigentes que encontró, entre ellos una niña tímida a la que ofreció caramelos si le criticaba honestamente los cuadros; detrás de los dos, una comitiva de críticos atentos, amigos sorprendidos y varios "borrachitos tranquilos", como se les llamaba en mi pueblo, asentían en silencio las opiniones de la niña al pintor de Luarca, venido de África y residente en el Manicomio. Al terminar el recorrido, Úrculo cumplió lo prometido: caramelos a la niña y barra libre a los ateridos borrachitos. Se dirigió a Westerdahl y le espetó: "Tocayo, esto no le pasó a Bretón, aprende de Asturias".

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Ahora recuerdo que le conocí en el 63, en su primera exposición en Madrid, en la sala Quixote, pero de refilón.

Luego vino Madrid para la amistad; Eduardo Rubí 17, Eduardo Sanz, El Curri, el conjuro en una amistad interminable. Nunca me imaginé frente a la pantalla, como hoy; los amigos son eternos y para mí, que estoy vacunado, o creía estarlo, con la muerte debo decir que aún tengo el calor del abrazo de la semana pasada en el Círculo de Bellas Artes, donde vino, como siempre, a estar con los amigos. Eduardo ha vuelto a jugarle una pasada a la amistad, seguro que pactó con la muerte y en secreto que el lugar tenía que ser La Residencia de Estudiantes, no podía ser otro, tenía que irse de la mano de El Curri, que le estaba esperando para el viaje. A Úrculo nunca le gustó viajar solo. Y para este viaje sólo estaba dispuesto su amigo del alma, vaya usted a saber qué estarán hablando, yo apostaría por las últimas noticias de los amigos. Así eran los dos. Es confortable para los que esperamos saber que se han encontrado otra vez y ahora para siempre.

Eduardo, da recuerdos a todos los que andan por ahí. Ya nos veremos, compañero del alma.

José Luis Fajardo es pintor.

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