Tribuna:

Democracia y Estado

Estos días me he emocionado varias veces escuchando el lamento de las almas heridas de las gentes de Galicia y de quienes hasta allí han ido para ayudarles. Sus gestos desesperados y su inmenso dolor por la falta de medios y de respuesta del Estado, ante lo que sin duda es una de las mayores catástrofes ecológicas de la historia, nos han partido el alma y nos han llenado de indignación. Me ha emocionado igualmente la respuesta y la capacidad de organización demostrada por una sociedad que ha decidido no resignarse, tomando sus propias decisiones como si el Estado no existiera. De hecho, durant...

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Estos días me he emocionado varias veces escuchando el lamento de las almas heridas de las gentes de Galicia y de quienes hasta allí han ido para ayudarles. Sus gestos desesperados y su inmenso dolor por la falta de medios y de respuesta del Estado, ante lo que sin duda es una de las mayores catástrofes ecológicas de la historia, nos han partido el alma y nos han llenado de indignación. Me ha emocionado igualmente la respuesta y la capacidad de organización demostrada por una sociedad que ha decidido no resignarse, tomando sus propias decisiones como si el Estado no existiera. De hecho, durante más de tres semanas apenas ha existido.

Pero, como la inmensa mayoría de ciudadanos, me he indignado muchas más al comprobar cómo se instalaba en la sociedad española la sensación de abandono y la imagen de incapacidad absoluta de los gobernantes para dar respuesta a una situación de riesgo cuyas graves consecuencias políticas, económicas, sociales y medioambientales no han hecho más que empezar a visualizarse. Riesgos que, una vez más, evidencian la total preeminencia de la codicia sin límite de unos pocos sobre las condiciones de vida de las gentes y de habitabilidad del planeta. Codicia que en ocasiones se aprovecha de la ausencia de control democrático y de las zonas de sombra que los estados dejan libre en un mundo crecientemente globalizado y que en otros casos cuenta con el apoyo o el silencio cómplice de todos aquellos que nos representan, tanto en la Unión Europea como en cada Estado. Desastres como el del Prestige sirven para reforzar la imagen de que son los mercados los que gobiernan y que los gobiernos se limitan a gestionar parcelas, cada vez más pequeñas, de aquello que afecta cotidianamente a nuestras vidas. Y esta idea, no se olvide, más allá de la incapacidad demostrada por el gobierno central y regional en este caso, desprestigia la imagen de la legitimidad democrática de los gobiernos y del sistema democrático en su conjunto. Crecen la inseguridad, la desconfianza y la sensación de desamparo y las gentes, sencillamente, dan la espalda al sistema. Esta globalización sin rostro -y el Prestige simboliza muy bien qué significa la ausencia de controles democráticos eficaces y de responsables concretos en esta economía global- perjudica profundamente a la democracia.

Lo peor que le puede ocurrir a una democracia es que los ciudadanos perciban que determinados problemas que afectan a sus vidas están fuera de su control, que están solos o, aún más grave, que sus representantes políticos no hacen todo lo que debieran para resolver sus problemas. Eso es lo que ha ocurrido estas semanas en Galicia y ésa es la percepción ampliamente instalada en la opinión pública española. Los responsables del gobierno central han dado muestras de una falta de sensibilidad, una soberbia, un cinismo, una frivolidad y un desprecio ante los problemas de las gentes intolerables en democracia ¿Tanta soberbia acumula Aznar como para haberle impedido visitar Galicia si no era para aplaudirle? ¿Para qué sirve un Parlamento si no merece que su lacónica rutina burocrática se altere para que un presidente pida comparecer para dar cuenta al país de la grave situación y de las medidas adoptadas? Los únicos reflejos exhibidos por Aznar y su gobierno durante más de tres semanas han sido los dirigidos a intentar culpar a todos los demás, incluidos los medios de comunicación, a descalificar a la oposición y a ocultar, manipular y censurar información sobre esta grave crisis. Los máximos responsables del gobierno gallego han dilapidado con dos gestos de Fraga Iribarne (una cacería en Aranjuez y la asistencia a la presentación de un libro sobre conventos en Madrid, en ambos casos en plena catástrofe) todos los argumentos que justifican en España la conveniencia del proceso de descentralización política iniciado en la transición. Quiero recordar que, de acuerdo con esos Estatutos de Autonomía que algunos tanto sacralizan, la representación ordinaria del Estado en las Comunidades Autónomas corresponde al presidente regional. En especial deseo recordárselo a un personaje como Álvarez Cascos, un ministro con actitudes predemocráticas que demuestra cada día su incapacidad para representar a un gobierno democrático con la dignidad y el respeto constitucional debidos. Ignorar al presidente del Principado de Asturias en su visita de trabajo a esa tierra, únicamente porque no es de su mismo partido, es motivo suficiente como para que se produjera su cese inmediato si no fuera porque se limita a reproducir el mismo estilo irrespetuoso que utilizan otros miembros del gobierno, empezando por el propio presidente.

Tampoco la Unión Europea ha sabido estar a la altura. Aún esperan en Galicia, en claro contraste con lo que ocurrió hace unos meses tras las inundaciones de Alemania, la presencia de un alto representante comunitario anunciando medidas concretas de apoyo. Lejos de ello, se muestran incapaces de vencer las presiones de reducidos pero poderosos grupos de interés para establecer medidas como mínimo equiparables a las que aprobara hace años Estados Unidos en defensa de los vertidos de hidrocarburos. En cualquier caso, conviene subrayarlo, ahí tampoco quedarían resueltos los problemas a escala planetaria, sino que únicamente desplazaríamos las mareas negras desde Estados Unidos y Europa hacia las gentes que habitan Asia o África. La cuestión central es, por tanto, que la política y no lo intereses económicos debe volver a ponerse al timón, también en la escala supranacional, habilitando los ámbitos que sean precisos. El medio ambiente es, tal vez, la cuestión que con mayor claridad muestra la impotencia de cada Estado para acometer soluciones y consecuencias que no conocen fronteras. Ya es demasiado tarde para hacerse preguntas y para reparar el enorme daño causado en la confianza de los ciudadanos. De nada sirve que casi un mes después de la catástrofe los gobiernos empiecen ahora a poner medios, todavía de manera muy insuficiente, y a coordinar su actuación. La brecha existente entre el pueblo y sus representantes jamás ha sido tan insalvable desde 1996. El desprestigio del gobierno, central, del gobierno regional y de las instancias comunitarias no tienen precedentes. En medio de tanta farsa, de tanta mentira, de tanta mediocridad, de tanta frívola indiferencia institucional, me quedo con las imágenes del rostro enjuto de una mujer de negro llorando, por quinta vez en pocos años, a la vista del gran desastre, con la movilización solidaria de la mayoría social y con la de cientos de ciudadanos voluntarios, mayoritariamente jóvenes, limpiando con sus manos la sombra negra de la muerte. Afortunadamente, no todo es mentira, como amargamente gritaban jóvenes gallegos en una manifestación en Santiago. En cuanto al gobierno gallego y al gobierno central, el último servicio que sus presidentes podían hacer a la convivencia y a la democracia es dimitir y convocar nuevas elecciones en cuanto la emergencia esté mínimamente encauzada.

Joan Romero es catedrático en la Universidad de Valencia.

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