Columna

El olivo

Lo he visto con sus ramas amputadas y las raíces como muñones al sol; están como en letargo, muriendo lentamente y en su retorcido y doloroso tronco anidan cientos de años. Los han arrancado de la tierra y se almacenan de cualquier manera. Los he visto en la carretera Málaga-Córdoba, en pueblo que se encaraman por las laderas de las Alpujarras granadina o almeriense. Han dado tanto fruto verde que parecen cansados, pero no es así. Dicen los entendidos que el aceite de estos olivos centenarios es como beber vida; muchos de ellos pudieron llegar a conocer las huestes cristianas de la reina que n...

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Lo he visto con sus ramas amputadas y las raíces como muñones al sol; están como en letargo, muriendo lentamente y en su retorcido y doloroso tronco anidan cientos de años. Los han arrancado de la tierra y se almacenan de cualquier manera. Los he visto en la carretera Málaga-Córdoba, en pueblo que se encaraman por las laderas de las Alpujarras granadina o almeriense. Han dado tanto fruto verde que parecen cansados, pero no es así. Dicen los entendidos que el aceite de estos olivos centenarios es como beber vida; muchos de ellos pudieron llegar a conocer las huestes cristianas de la reina que no se lavaba cuando expulsaron la cultura musulmana de Andalucía.

Ahora a estos olivos le están buscando otra vida. O sea, la muerte. Posiblemente en un chalé millonario, una masía catalana o un palacete en el sur de Francia; algunos incluso serán trasplantados a esas monstruosas rotondas que hay en las ciudades y los gases de los coches y la polución serán su alimento. Triste final para un árbol que ya los romanos adoraban como al dios de la vida. Y lo malo es que no hay legislación vigente que pueda terminar con este expolio de la historia porque, al fin y al cabo, estos olivos son parte de nuestra historia. Pero eso ¿qué les importa a quienes son capaces de especular con nuestras propias raíces?

Hace años me senté a la sombra de uno de estos olivos camino a Baeza. Dejé pasar las horas y la historia y engañé la sed con una oliva moliéndola en la boca. Llegué a uno de los altares de la cocina andaluza, bendecida por los mejores aceites de nuestra tierra y con Juanito y María Luisa comenté que había olivos a los que sólo les faltaba hablar. Y Juanito, con la sabiduría de quien ha oído crecer la hierba, me susurró que hay olivos que en las largas noches de invierno tejen historias con los sonidos del viento mientras pasan por sus ramas.

Estos olivos que ahora arrancan no conocerán nunca más la sinfonía del viento, ni en sus hojas verdes se detendrá una gota de rocío, ni en sus troncos retorcidos descansará el caminante; ni darán fruto ni darán vida. Serán muñones de la historia.

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