LA AMÉRICA CORPORATIVA

Salimos del zoo y entramos en la selva

En algún lugar, tal vez en un enorme rascacielos, mientras usted está leyendo este artículo o mientras yo lo estoy escribiendo, una empresa hasta hoy admirada por todos está labrando su desgracia. Se puede estar gestando un nuevo Enron, un nuevo WorldCom o un nuevo Xerox: sus máximos ejecutivos estarán aplicándose en otro caso de contabilidad creativa, ésa cuya frontera entre la agresividad y el fraude lleva a los crash bursátiles y a la mayor crisis del capitalismo popular desde que nació a principios de la década de los ochenta.

Los últimos ocho meses han sido catastróficos par...

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En algún lugar, tal vez en un enorme rascacielos, mientras usted está leyendo este artículo o mientras yo lo estoy escribiendo, una empresa hasta hoy admirada por todos está labrando su desgracia. Se puede estar gestando un nuevo Enron, un nuevo WorldCom o un nuevo Xerox: sus máximos ejecutivos estarán aplicándose en otro caso de contabilidad creativa, ésa cuya frontera entre la agresividad y el fraude lleva a los crash bursátiles y a la mayor crisis del capitalismo popular desde que nació a principios de la década de los ochenta.

Los últimos ocho meses han sido catastróficos para la credibilidad de la América Corporativa, que es como decir de la patria por excelencia del capitalismo. Enron, Global Crossing, Adelphia, Dinegy, Duke Energy, Tyco, Enterasys, Computer Asociates, Qwest, Kmart, Imclone Systems, Peregrine Systems, Network Asociates, Rite Aid, Lucent, Xerox..., empresas de la vieja y la nueva economía, se han visto contaminadas por un virus de engaños contables y de fraudes financieros que han supuesto una bomba para los mercados bursátiles, en caída libre desde abril de 2000 pero acelerada después del último 11 de septiembre. Paul Krugman, el economista que mejor escribe en la actualidad, lo acaba de recordar en estas páginas: Enron marcará un punto de inflexión mayor para la percepción que Estados Unidos tiene de sí mismo que el 11 de septiembre.

Desde la suspensión de pagos de Enron, los inversores y accionistas han descubierto cómo, a través de engaños contables de la misma familia pero con diferentes fórmulas, se pueden hinchar artificialmente los resultados de una empresa ofreciendo beneficios irreales y niveles de endeudamiento muy por debajo de los verdaderos; o cómo se utilizan las cuentas de la empresa para los intereses de algunos de sus propietarios o máximos ejecutivos; o cómo se realizan compraventas falsas; o cómo se evaden impuestos; o cómo se activan de forma irregular algunos ingresos; o cómo se usa la información privilegiada para beneficiar a los familiares del máximo ejecutivo, etcétera.

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La crisis de confianza sobre la sanidad de las empresas ha estallado. Los accionistas, irritados, abandonan las bolsas y se preguntan si hay muchas Enron o muchas WorldCom, primero en EE UU y luego en el resto del mundo. ¿Se trata de casos aislados o es la generalidad de las empresas que cotizan en Bolsa la que está viciada? La Europa corporativa, que tiene su propia idiosincrasia, no está a salvo. Acaba de conocerse que los accionistas de Deutsche Telecom, la mayor compañía de telecomunicaciones europea (el accionista de referencia es el Estado alemán), han dejado a su cúpula directiva sin opciones sobre acciones ante el desplome de las acciones en la Bolsa. Han reaccionado de esta manera ante las altas retribuciones de los ejecutivos cuando la cotización de la multinacional alemana está lejos de su máximo histórico, y además perdió más de 3.500 millones de euros en 2001. Otro ejemplo significativo es el de los ocho bancos más importantes de Austria, que acaban de ser multados por haber montado un club que se ha convertido, según la investigación de la Comisión Europea, en 'uno de los carteles más espeluznantes jamás descubiertos'; su control llegaba 'hasta la aldea más pequeña' y pactaban las comisiones, la remuneración del ahorro y los tipos de los créditos.

Tales grados de corrupción corporativa han llevado a un imposible: en estos momentos, el índice de confianza de la clase política en EE UU es superior al de la clase empresarial. Que no es poco teniendo en cuenta que la clase política americana es la de Bush, Rumsfeld o el fiscal general.

Los niveles de desconfianza son fundamentalmente tres: en primer lugar, el de los bancos de inversión tipo Merrill Lynch o J. P. Morgan que tienen a una empresa como cliente por un lado, y por el otro, como objeto de análisis independiente de su actividad y potencial. Se ha permitido que los analistas de estos bancos pudiesen invertir en las sociedades que analizaban, que les daban un trato especial y les suministraban más y mejor información que al resto de los inversores. Un conflicto de intereses que no superó, por ejemplo, Merrill Lynch, cuando se conocieron algunos correos electrónicos en los que sus analistas bromeaban sobre el nulo valor de las acciones que oficialmente recomendaban. Como consecuencia de esto, este banco ha tenido que pactar un acuerdo extrajudicial que le obliga a pagar una multa por haber emitido recomendaciones engañosas a los inversores. El estudio histórico de los analistas de Wall Street, realizado por Thomson Financial, ha mostrado que sólo el 1% de sus recomendaciones ha sido 'vender', y que la gran mayoría recomendaba 'comprar', 'acumular', 'mantener' o 'neutral', mientras el Dow Jones o el Nasdaq se daban el batacazo.

El segundo nivel de desconfianza es el de los ejecutivos de las empresas investigadas o sancionadas por corrupción y por usar contabilidad engañosa. La Securities and Exchange Commission (SEC), análoga a nuestra Comisión del Mercado de Valores, investiga actualmente, después de la quiebra de Enron, las prácticas contables de más de 60 empresas que cotizan en los mercados bursátiles. Cada día que pasa se conocen más desmanes de ejecutivos con pocos escrúpulos que han hecho todo con tal de crecer y aparentar ser líderes de su sector. Éstos no han dudado en falsear la contabilidad y engañar a sus accionistas para mantener artificialmente alta la cotización (y así cobrar sus opciones sobre acciones), olvidando las estrategias del largo plazo. Gente sin principios que se enganchó al capitalismo popular para enriquecerse ilícitamente. Ahora se multiplican dos tipos de inquietudes sobre los ejecutivos: la más sana, sobre su preparación para entender los mecanismos de la nueva economía; la más perniciosa, sobre su honestidad. Están cambiando los tiempos, y los accionistas ya no ven con tanta resignación como antes que mientras ellos pierden dinero, los ejecutivos se sigan enriqueciendo a través de las opciones sobre acciones y otros incentivos. La codicia no cotiza tanto en los malos tiempos. The Wall Street Journal Europa encargó recientemente un sondeo sobre este asunto, en el que participaron más de 12.000 personas de 14 países europeos. El resultado es espectacular: sólo el 21% de los encuestados cree que la mayoría de los consejeros delegados es honesta; el 70% opina que los con

sejeros delegados cobran demasiado; el 67% cree que los ejecutivos tendrían que revelar por ley su salario y sus beneficios; más de uno de cada cinco europeos piensan que los principales ejecutivos ponen sus intereses personales por encima de los de sus empleados, accionistas e incluso clientes. Es la cuantificación de la crisis de confianza empresarial.

Las manzanas podridas en los equipos de dirección se han aprovechado de herramientas nuevas en las retribuciones, como las famosas opciones sobre acciones. Éstas generaron un efecto colateral corrosivo en la cultura empresarial: lo único que importaba era maximizar el valor de la acción a toda costa, incluso manipulando las cuentas si ello era necesario para cumplir las expectativas de los analistas. Impulsar rápidamente el precio de las acciones sin tener en cuenta las consecuencias a largo plazo; asegurar que las ganancias superasen las expectativas independientemente de la coyuntura para así cobrar sus opciones. Todo ello ha acabado por generar una enorme distorsión de la realidad en algunas compañías. Un diario económico contaba la secuencia de las opciones en las empresas fraudulentas: los ejecutivos se beneficiarían de las mismas si lograban el incremento en los precios de las acciones de sus compañías; se vinculaban los intereses de los ejecutivos y de los accionistas. No fue así. El alza del mercado recompensó a los ejecutivos no por su buena gestión, sino por subirse a la montaña rusa; cuando el precio de la acción cayó por debajo del precio bajo el cual una opción sobre acciones puede hacerse efectiva, algunas compañías simplemente revisaron sus términos. Los incentivos para hacer cualquier cosa con tal de subir el precio de la acción eran enormes; estos incentivos no tenían la función de elevar los beneficios, por ejemplo, a lo largo de una década, sino apenas lo suficiente para que los ejecutivos recibieran su recompensa, a menudo sin arriesgar siquiera su dinero para comprar acciones. El contrato implícito era: dame muchas opciones y haré que el precio de la acción suba.

El poder de los ejecutivos no es nuevo. Hace casi 25 años, Galbraith describió la fuerza de la tecnoestructura en El nuevo Estado industrial. La tecnoestructura es el conjunto de organizaciones de carácter técnico dentro de las grandes empresas, que virtualmente toman todas las decisiones importantes que luego son endosadas por el consejo de administración y la junta general de accionistas. Aquella tecnoestructura galbraithiana era de una simplicidad infantil frente a los abusos de la América corporativa. Recordaba recientemente Guillermo de la Dehesa las tesis de Peter Drucker a mediados de los años ochenta: la diferencia de remuneraciones entre el máximo ejecutivo de una empresa y el trabajador base no debería ser mayor de 20 veces, ya que a partir de dicho límite se está sobrevalorando la contribución del ejecutivo al éxito de la empresa en comparación con la del trabajador. En el año 2000, de acuerdo con el estudio anual de Business Week, la diferencia entre ambos, en las grandes empresas americanas, alcanzó las 411 veces, siendo la retribución media de dichos máximos ejecutivos de 11 millones de dólares.

Esta crisis en el capitalismo popular demuestra también graves fallos en el gobierno de las empresas. Se ponen en cuestión asuntos como el blindaje, la limitación del derecho de los votos de los accionistas, los consejos de administración amañados, la falta de independencia de los consejeros frente a los ejecutivos que los designan. Todo está en revisión. Se multiplican los conflictos de intereses.

El tercer nivel de desconfianza está en los controles externos: el papel de las compañías auditoras que deberían haber descubierto las irregularidades y los fraudes y no lo hicieron. Las principales auditoras están en sospecha, pero el motín de los accionistas y de las autoridades lo representa como nadie Andersen, responsable de certificar la bondad de empresas como Enron o WorldCom. Andersen, el patrón oro de las compañías auditoras de todo el mundo, ha sido procesada por obstrucción a la justicia por destruir toneladas de documentos de Enron y condenada, sin embargo, por cosas menores como la reescritura de un documento (escribió 'contabilidad agresiva' en lo que eran 'datos engañosos'). Andersen acaba de comunicar a la SEC que renuncia a auditar compañías que cotizan en Bolsa, lo que supone el final de esta empresa tras casi un siglo de éxito. Los auditores viven la peor crisis de su historia, probablemente también por un conflicto de intereses: han ejercido labores de auditoría y de consultoría para los mismos clientes. Mientras que la factura de las primeras disminuía, aumentaba la de las segundas.

Cada época tiene sus propios héroes. Los de los finales de los años noventa, en pleno boom de la nueva economía, los ejecutivos, son los villanos de hoy. Observamos una oleada, aún selectiva, de dimisiones y despidos de consejeros delegados y presidentes de grandes empresas en EE UU. Alguien ha dicho que los ídolos caídos de la América corporativa están bajando del pedestal más rápidamente que los mandatarios comunistas tras la destrucción del muro de Berlín. ¿Es esta crisis el muro de Berlín del capitalismo popular? Nunca, ni siquiera en la Gran Depresión, se había visto algo similar en empresas de gran tamaño.

¿Por qué está aflorando tanta corrupción empresarial? ¿La había siempre y sólo ahora se le concede tanta atención? ¿Es corrupto todo el sistema corporativo o se trata de abusos de algunos ejecutivos que merecen, como ha dicho el secretario del Tesoro norteamericano, el extravagante Paul O'Neill, 'ser colgados de las ramas más altas de los árboles'? Algunos lo atribuyen a la multiplicación de los controles e investigaciones abiertos para acabar con la financiación de los terroristas del 11 de septiembre, pero es difícil establecer una relación directa entre ambas cuestiones. Otros, los más, entienden que la burbuja bursátil de los años noventa magnificó los cambios en las costumbres empresariales y llevó las tendencias, que se habían ido forjando durante años, a su paroxismo.

Se ha pasado del 'cualquiera puede entrar en el negocio de cualquiera' (la liberalización) al 'nadie se fía de nadie' (el fraude). La lección, de nuevo, es la necesidad de reglas de juego, de regulaciones fuertes. Las instituciones débiles que se crearon para frenar los abusos han fracasado. Se busca un auditor para los auditores o, como ha dicho alguien, al último analista honesto. Hace 15 años vivimos el escándalo de los bonos basura, aquellos títulos de renta fija y alto rendimiento emitidos por compañías cuya solvencia, digámoslo con diplomacia, no es de primera clase. Ivan Boetsky y Michael Milken, los reyes de los bonos basura, fueron a la cárcel. Desde entonces hemos salido del zoológico, como dice el director de cine Milos Forman, y entramos en la selva. Superar esta coyuntura supone recuperar el realismo perdido por una sociedad ebria de especulación sin normas, mayor transparencia, un control más riguroso de las cuentas y del endeudamiento empresarial y una gestión más profesionalizada. El modelo de autorregulación se ha revelado una ideología falsa. Hay que volver a las virtudes weberianas que relataba hace unos números el ortodoxo The Economist: honestidad, frugalidad y preparación. Toda una revolución.

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