Columna

El ataque de las hormigas caníbales

Al principio fue solo una hormiguita tímida que correteaba por las baldosas. Luego llegaron otras que se unieron a la primera, y formaron una fila infantil. Y después aquel débil tráfico de hormiguitas se convirtió en una autopista de tres y hasta cuatro carriles. ¿Se acuerdan de aquella noticia que hablaba de un superejército de hormigas, de una espantosa macrocolonia muy agresiva y organizada que había atravesado toda Europa? Bueno, pues las citadas hormigas, o al menos la división que se dirigió hacia la costa cantábrica, ha llegado, concretamente, a mi cuarto de baño. Sí, ya sé que podríam...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Al principio fue solo una hormiguita tímida que correteaba por las baldosas. Luego llegaron otras que se unieron a la primera, y formaron una fila infantil. Y después aquel débil tráfico de hormiguitas se convirtió en una autopista de tres y hasta cuatro carriles. ¿Se acuerdan de aquella noticia que hablaba de un superejército de hormigas, de una espantosa macrocolonia muy agresiva y organizada que había atravesado toda Europa? Bueno, pues las citadas hormigas, o al menos la división que se dirigió hacia la costa cantábrica, ha llegado, concretamente, a mi cuarto de baño. Sí, ya sé que podríamos hablar de otras cosas mucho más graves, de otros temas de enorme interés que servirían para adornar este artículo con una llamativa fotografía de actualidad. Pero la visión nocturna de una melé de hormigas celebrando una Loya Jirga fórmica, o lo que es lo mismo, una Gran Asamblea de hormigas, alrededor del jabón con el que vas a lavarte las manos, es una de las peores cosas que puede contemplar uno en la vida. Es casi peor que ver la sección de Bolsa del telediario.

Juro que al principio no pisé una sola hormiga. Me limité a asustarlas, sin demasiado éxito. Pensé que, si eran tan inteligentes como decían, explicarles en qué consistía el decretazo de Aznar, de una forma comprensible para las hormigas, sería como echarles un chorro de insecticida, lo cual al menos les causaría cierta repulsa, o lo que se dice, unánime repugnancia. Hormigas organizadas, digo yo, se dispondrían a hacer una huelga general que dejaría limpio mi servicio. Pero las hormigas ignoraron completamente mis peroratas acerca de Aznar, y, cuando hablé de Zapatero, ocurrió ídem de ídem. Evidentemente, las hormigas no eran unas estúpidas.

Por otra parte, había una pregunta que me atormentaba: ¿Qué les había ocurrido a las hormigas residentes? ¿Dónde estaban aquellas hormigas que habían vivido en Bilbao desde la fundación de la Villa, antes incluso de que Don Diego Lope de Haro eructara -'Bil-bao'- al bajar de su caballo? ¿Qué era de esas hormigas afrovascas, o venidas del Indo, o tal vez del valle de Arán, trabajadoras y responsables, que habíamos aplastado durante toda nuestra vida sin ningún tipo de respeto ni remordimiento? Estaba claro que las nuevas hormigas, muy guerreras, se habían impuesto a pesar de las hormigas residentes. Tal vez después de grandes batallas, de épicos combates en las laderas de Artxanda por el control de la ciudad, las hormigas belicosas habían invadido el País Vasco, entrando por Bilbao. ¿Por qué el PNV no hacía nada? ¿Podía alguien asegurar que Ibarretxe y Arzalluz, o el propio Otegi, no tuvieran las mismas hormigas en su cuarto de baño?

Agobiado por esta posibilidad, me decidí finalmente por pisotear a las hormigas, y he de decir que las bajas fueron muchas. Ágiles, y buenas corredoras, primero se apoderó de ellas la sorpresa y luego el grupo derivó en un caos desorganizado: el típico sálvese quien pueda. No obstante, comprobé, asombrado, que algunas hormigas parecían volverse contra mí, como si quisieran repeler el ataque, y morderme las zapatillas que me regaló mi madre. Sin acatar otro que no fuera mi punto de vista, continué pisoteándolas. En cierta forma, me sentí como un gobernante que reprime a una población, con perdón, por si he dicho alguna tontería. Eso sí, era una sensación acojonante de poder.

Poco a poco, el campo de batalla quedó sembrado de cadáveres. Puede que alguna corneta militar les hubiese tocado a retirada. Sin embargo, algunas de ellas habían alzado con su fauces a los caídos, y se los llevaban, seguramente para devorarlos en la intimidad del hormiguero. Por la mañana, el suelo de mi cuarto de baño estaba despejado: ni rastro de la masacre. Durante un tiempo esperé en vano una llamada de algún alto cargo o personaje ilustre para felicitarme por haber detenido la invasión de hormigas extranjeras. Pero nadie llamó. Así que comencé a preguntarme si, en lugar de un patriota, no sería un genocida. O peor, un loco.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En