La máquina palpita

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Como el paraíso concebido por Alá para que los musulmanes disfruten de la eternidad. Así es el Sónar para los amantes de las músicas relacionadas con la electrónica, que en la primera jornada diurna del festival se esparcieron como el polen por los diversos escenarios. Inabarcable el placer como resultaba, la única opción era fijar la vista en cualquiera de los cielos propuestos por el programa, que ofrecía artistas como si fuesen huríes dispuestas a complacer sin mediar pregunta alguna. Y, digámoslo ya, nada de sonidos maquinales. El corazón del Sónar palpita con latir orgánico, con resonancias humanas que salen de las tripas de unas máquinas cuyos sonidos resultan ya tan familiares en esta novena edición que todos los tópicos asociados al mundo digital se han quedado vacíos, vacuos, ridículos. Sirva de ejemplo que en pleno Sonarvillage sonaba a media tarde salsa. Quien la ponía, el venezolano Junz, había estado pinchando hasta el momento drum & bass, un auténtico ritmo rompepiernas. Pero, lejos de romperlas, sirvió este sonido para que una embarazada de unos seis meses acariciara su vientre como si escuchara a Burt Bacharach. Lo dicho, lo que ayer era maquinal resulta hoy muy humano.

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Por ejemplo, resultó de una humanidad enternecedora el corro que se formó en el Sonarcomplex en torno a Janek Schaefer. El artista inglés estaba sentado en el suelo y manipulaba varios pedales, una mesa de mezclas y un plato con dos brazos situados en dos de sus lados. Este artista, uno de los que usan los giradiscos no como meros reproductores, sino como un instrumento más, orquestó una sinfonía de gemidos que bordeaban el ruido, un ruido tan presente en la vida cotidiana que ya se nos antoja usual. Pues bien, parecía la hoguera en torno a la cual se calentaban los excursionistas.

Y siguiendo la excursión por el corazón del Sónar, el curioso podía encontrarse con cualquier sorpresa. En el hall los ingleses Mum & Dad ofrecían un menú dislocado a base de rock, punk, electrónica, batería acústica y proyecciones de senos femeninos y fans de heavy metal cabeceando en un concierto de Led Zeppelin. En el mismo hall Andy Voten mezclaba discos de hip hop clásico mientras en el Sonarlab el trío hispano-portugués Barbourofelis se aplicaba en la construcción de paisajes sonoros más abstractos utilizando sampler y giradiscos. Y todo ello ocurría ante la mirada agradecida de un público que ya ha dejado de pensar que el Sónar rinde culto a las máquinas. Ése puede ser uno de los grandes logros del festival, evidenciar que tras cualquier sonido existe un corazón que late al compás, y eso que el festival no ha hecho más que comenzar.

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