CRÓNICAS

Reencuentro

Es difícil contar aquel abrazo, ni los minutos ni la intensidad con que se produjo; fue en el bar Chicote, a medianoche, en Madrid; en aquella atmósfera que estaba entre el frío del Floridita y el calor pegajoso de la Bodeguita habanera, estos dos hombres se miraron largamente, uno de ellos se levantó de su asiento, dio unos pasos lentos, pesados, llenos de melancolía, abrió los brazos grandes, fuertes, morenos, desnudos, y hundió en ellos a aquel hombre que había atravesado, como cegado por la luz oscura, la legendaria puerta del bar más famoso, y más cubano, de Madrid. No dijeron nada en el ...

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Es difícil contar aquel abrazo, ni los minutos ni la intensidad con que se produjo; fue en el bar Chicote, a medianoche, en Madrid; en aquella atmósfera que estaba entre el frío del Floridita y el calor pegajoso de la Bodeguita habanera, estos dos hombres se miraron largamente, uno de ellos se levantó de su asiento, dio unos pasos lentos, pesados, llenos de melancolía, abrió los brazos grandes, fuertes, morenos, desnudos, y hundió en ellos a aquel hombre que había atravesado, como cegado por la luz oscura, la legendaria puerta del bar más famoso, y más cubano, de Madrid. No dijeron nada en el transcurso de ese abrazo, y cuando se separaron lloraban los dos, no se sabe hasta cuánto.

Eran Manuel Díaz Martínez, poeta, que ese día, quizá, iniciaba un exilio que le llevó de Cuba a Gran Canaria, y Jesús Díaz, novelista, guionista de cine, promotor en los últimos tiempos de ese mismo abrazo a través de una revista que llamó Encuentro y que ahí persiste, tratando de llamar a la puerta de otras reconciliaciones. Ahora acaba de morir Jesús Díaz, que ya estaba exiliado y que fue quien aquella noche se levantó del asiento al ver entrar en el Chicote la figura de Manuel Díaz Martínez; los dos se sentaron luego en silencio, como si fuera demasiado prolongado lo que tuvieran que contarse, y recuerdo que en algún momento se miraron otra vez y otra vez se abrazaron, en una especie de lucha interior por hacer del silencio la conversación más honda, la más larga.

Qué historia. La de aquella noche parecía una reconciliación que dejaba atrás heridas distintas, que cada uno vivió a su manera a lo largo de los años y que convirtieron la historia de ellos dos, poeta y novelista, ciudadanos, en símbolo de una diáspora que ha segado la ilusión, la esperanza y la vida de multitud de cubanos a los que ha sido, y es, imposible ese abrazo. En aquel entonces, Jesús Díaz aún no había tenido la idea de su Encuentro, la revista en la que ha querido concentrar su energía civil de los últimos años, tratando, con fortuna a veces, de propiciar una reconciliación que ni siquiera los años que pasen hará completa.

Los que estábamos en el escenario de aquel abrazo podemos contar cómo fue, pero no podemos descifrar del todo, es demasiado grande, la metáfora que encerraba. Cuba es una tierra que fue una ilusión, y luego hizo lo que hacen con los hombres las dictaduras: sucesivamente fue una tierra de expulsión, propició rupturas, incomprensiones y desdichas, hizo que su propio exilio fuera la consecuencia feroz de un infierno; ha cortado de raíz la convivencia entre unos y otros y ha quebrado amistades y sembrado abismos insalvables. Cuando se producía un encuentro -como aquel entre Manuel Díaz Martínez y Jesús Díaz- parecía que al menos una herida ingente se estaba cerrando.

Lo que es la vida: Manuel Díaz Martínez, poeta al que Cuba -cierta Cuba- cerró las puertas, siguió el camino del mar de Las Palmas para vivir allí los versos siguientes, y allí ha hecho sus amistades y su vida, y en su penúltima semana fue en Las Palmas donde Jesús Díaz vivió trazando sus reflexiones sobre su último libro, Las cuatro fugas de Manuel, imaginando un porvenir para su Encuentro y disfrutando del mar, aquel que se hizo frontera y no horizonte en la Cuba que está en la memoria.

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