Columna

Otra historia del cine

Es una de las grandes películas de Martin Scorsese y ningún plano es suyo. Tampoco, de momento, la ponen en los cines, lo cual es una pérdida nuestra. Pero existe, y de manera grandiosa: la duración total de Il mio viaggio in Italia (Mi viaje a Italia) es de cuatro horas y tres minutos. Presentada por el propio Scorsese en el último Festival de Venecia (en una versión más corta, me dice el director Arturo Ripstein, que allí la vio fascinado), Il mio viaggio in Italia fascinó y mantuvo con el culo pegado a sus butacas hasta la madrugada a un numeroso público madrileño asistente ha...

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Es una de las grandes películas de Martin Scorsese y ningún plano es suyo. Tampoco, de momento, la ponen en los cines, lo cual es una pérdida nuestra. Pero existe, y de manera grandiosa: la duración total de Il mio viaggio in Italia (Mi viaje a Italia) es de cuatro horas y tres minutos. Presentada por el propio Scorsese en el último Festival de Venecia (en una versión más corta, me dice el director Arturo Ripstein, que allí la vio fascinado), Il mio viaggio in Italia fascinó y mantuvo con el culo pegado a sus butacas hasta la madrugada a un numeroso público madrileño asistente hace 10 días a la proyección en el cine Palafox, patrocinada por el Instituto Italiano de Cultura. Sería de juzgado de guardia que las distribuidoras cinematográficas españolas, tan atentas en ofrecernos los más rebuscados platos de la cocina exótica internacional, no todos de buen sabor, dejaran de adquirir para su estreno comercial esta delicatessen de 243 minutos vistos en un suspiro y en un estado de emoción que nunca decae.

Mi viaje a Italia es un documental gigante con las trazas de una película casera. Empieza como un home movie de la familia Scorsese, en el que el autor de Taxi driver nos explica -con la ilusión infantil de un nieto de emigrantes- cómo su ser siciliano y norteamericano se desarrolló sin conflicto en un barrio de Nueva York gracias a la mitomanía que el cine generaba en sus parientes y ellos le transmitieron a él, por encima de la lengua materna y las costumbres ancestrales. No hay director moderno más formal y temáticamente americano que Scorsese, pero después de ver Mi viaje a Italia también estamos seguros de que ningún otro cineasta vivo ha seguido con mayor provecho la línea narrativa y moral que en la segunda posguerra mundial iniciaron los maestros italianos del neorrealismo. Con modestia de aprendiz, con agudeza de gran crítico, con un prodigioso talento de sintetizador, Scorsese se limita en el resto de su largo viaje a contarnos películas. ¿Parece poco y fácil? Yo diría, por el contrario, que se trata de uno de los más inteligentes ejercicios de relectura crítica posibles, una manera de hacer historia del cine recreando historias que otros se inventaron para llegar al corazón de la gente y sólo cuando -al cabo de 50 o 60 años- nuestra cabeza las considera nuestras alcanzan el estado de la inmortalidad.

El esquema tiene la endiablada sencillez de un ensayo borgiano. Llevando casi siempre corbata y traje y con enfática voz de religioso, Scorsese habla ante la cámara de sus entusiasmos de espectador, cosa que a continuación se dispone a probar. Rosellini, Visconti, De Sica; éstos son los nombres a los que vuelve una y otra vez, sacando de imágenes que ya hemos visto cosas que no habíamos visto, o recordándonos lo que nunca supimos. Si no resultase una odiosa falta de respeto, me atrevería a decir que obras maestras como Paisà, Senso, Umberto D, adquieren en los montajes comprimidos y comentados de Scorsese originalidad, o al menos un valor que escapa a su tiempo, a su lengua, a sus condicionantes sociales o técnicos. Primero está el cine de aquellos que Scorsese ha elegido como padres, y luego viene el hijo sin complejos de Edipo a enrolar al público de hoy en la hermandad de adoradores del gran cine italiano de los años cuarenta y cincuenta.

En la segunda parte del documental, Scorsese llega y se detiene en Antonioni y el Fellini de madurez. Aquí ya no se trata de las pasiones heroicas del neorrealismo, sino de una época, nos recuerda el propio narrador, en que 'cada semana parecía que se daban nuevos pasos' cinematográficos. El momento agitado y dulce de las vanguardias y las rupturas, cuando sin cortapisa ni cuotas de mercado trabajaban Godard, Resnais, Glauber Rocha, Oshima, Buñuel o Cassavetes, nombres todos citados admirativamente por Scorsese. Es un gratificante ejemplo de la ambición artística que en todo el territorio del cine, incluso en Hollywood, se puede tener, oír al autor de La última tentación de Cristo desmenuzar la planificación abstracta de la cita fallida de El eclipse de Antonioni o defender la libertad antinarrativa del Fellini autobiográfico de 8 ½. ¿Habrá otros viajes a cinematografías como la francesa o la española por parte de algún monstruo sagrado de la orilla de enfrente? Sería bueno.

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