Columna

Pescadores

Los oficios tradicionales eran la mejor explicación de las reglas de juego de la vida. Las leyes mundanas y los ciclos de la naturaleza aseguraban la vida en la tierra, mientras que los seres vivos carecían de poder para dañar al mundo. Durante muchos siglos ha girado por el Universo la alianza matizada y devoradora de los hombres con la luna, los mares, los pájaros, las vacas, los peces, los huertos, los ríos, las selvas, las piedras y todo ese conjunto de cosas reales o inventadas que llamamos el mundo. A la hora de componer los retablos de la existencia, los cuentos infantiles o los belenes...

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Los oficios tradicionales eran la mejor explicación de las reglas de juego de la vida. Las leyes mundanas y los ciclos de la naturaleza aseguraban la vida en la tierra, mientras que los seres vivos carecían de poder para dañar al mundo. Durante muchos siglos ha girado por el Universo la alianza matizada y devoradora de los hombres con la luna, los mares, los pájaros, las vacas, los peces, los huertos, los ríos, las selvas, las piedras y todo ese conjunto de cosas reales o inventadas que llamamos el mundo. A la hora de componer los retablos de la existencia, los cuentos infantiles o los belenes de navidad, la imaginación imita al mundo a través de los oficios, de los pastores, los herreros, las castañeras, los leñadores que se vengan del lobo o que caminan sobre el musgo con harina blanca de las nevadas improbables de Palestina, los pescadores sorprendidos por un tesoro en las redes o dedicados pacientemente a sostener su pez y su caña junto al papel de plata por el que navegan los villancicos, los patos y los ojos ingobernables del niño.

La hermandad entre la vida y el mundo parece cada vez más dañada, y por eso tenemos la sensación de estar desmontando un belén con figuras rotas, con oficios llamados a desaparecer de nuestra realidad. El niño que se acercaba al Puerto de Motril para observar la descarga del pescado, el niño que caminaba por la lonja entre marrajos, tintoreras y peces espada, creció en la idea de que el mar era un saco sin fondo y la naturaleza un tesoro que no podría dilapidar ninguna ambición humana. Y esta idea ha desaparecido bajo los puentes de corcho de la Historia, como tantas cosas personales y colectivas, porque los seres humanos necesitamos progresar y estamos obligados a deshacer el mundo que nos hizo. Para no tirarlo todo por la ventana, para respetar los límites de la supervivencia y sostener una voluntariosa invitación al futuro, la realidad cambió la figura de Herodes por la del político, inventándose un oficio nuevo, dedicado a asegurar la hermandad entre la vida de la gente y las reglas del mundo.

El Gobierno español y la Comunidad Europea han hecho unos cálculos terriblemente alejados de los pescadores andaluces, sin molestarse en ofrecer alternativas. Lo que se echa de menos en esta crisis es la política; soportamos el regreso a un Herodes que se lava las manos con el agua impura de unas cifras y unas exactitudes que desconocen la vida de la gente. Harán mal los pescadores en castigar a Marruecos, porque ese país necesita defender sus intereses para que un día las pateras y los cadáveres abandonen las orillas del Estrecho. Lo triste es que el dinero de la pesca marroquí se pierda ahora en los lujos de sus élites feudales. Ellos no han alcanzado todavía la política, y nosotros la estamos liquidando. El hombre del Norte que negoció los tratados de pesca no era uno de los nuestros, el de Madrid tampoco, como tampoco lo hubieran sido muchos responsables andaluces. No es cuestión de geografía, sino de un entramado de intereses que multiplica y divide sin preocuparse por la gente. Herida, desangrándose, la política sobrevive hoy en la rebeldía de los alcaldes y parlamentarios que quieren remediar el problema ante el vacío de la autoridad competente.

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