Crítica:TEATRO - 'EL FIN DE LOS SUEÑOS'

Más bien el principio

Más que El fin de los sueños podría ser el principio para esta excelente compañía que se llama a sí misma Animalario, en la que hay muy buenos actores y actrices que trabajan sobre un texto del también actor Alberto San Juan: un texto melodramático de teatro pobre, que repite el tema de la compañía de teatro o de circo sin posibilidades de seguir adelante, que se deshace y cuyos integrantes se separan: fin de jornada, fin de la vida. El texto es audaz. Comienza con un remedo de aquel personaje de fines de siglo -del otro siglo- que se llamó Le Pétomane, cuya habilidad se basaba en la ej...

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Humor y tragedia

El fin de los sueños

De Alberto San Juan. Intérpretes: Alberto San Juan, Luis Bermejo, Roberto Álamo, Encarna Breis, Guillermo Toledo, Javivi, Javier Gutiérrez, Nathalie Poza, Losune Onrraita, Díego París, Fernando Tejero y Alicia Yagüe. Música: Miguel Malla y Pedro San Juan. Escenografía: Juan Sanz y Miguel Ángel Coso. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Vestuario: Beatriz San Juan. Dirección: Andrés Lima. Teatro Animalario. Sala Cuarta Pared.

Más que El fin de los sueños podría ser el principio para esta excelente compañía que se llama a sí misma Animalario, en la que hay muy buenos actores y actrices que trabajan sobre un texto del también actor Alberto San Juan: un texto melodramático de teatro pobre, que repite el tema de la compañía de teatro o de circo sin posibilidades de seguir adelante, que se deshace y cuyos integrantes se separan: fin de jornada, fin de la vida. El texto es audaz. Comienza con un remedo de aquel personaje de fines de siglo -del otro siglo- que se llamó Le Pétomane, cuya habilidad se basaba en la ejecución melodiosa de sus ventosidades (hay un libro que lo cuenta y lleva ese título: hay versión española): tiene un éxito básico para comenzar la función.El domingo, la sala estaba llena de criaturas muy jóvenes, principalmente muchachas en grupo, a quienes sin duda este número les pareció el colmo del buen gusto, especialmente en la interpretación de la Marcha real, que imitaban con pedorretas de sus bocas. Más allá de eso, y aparte de algunos números de variedades, el texto individualiza los personajes de esa decadencia, de la ruina, del sexo imposible, el alcohol, la droga: cada uno tiene su valor, y juntos, en escenas donde todos dialogan simultáneamente, van representando la caída individual y colectiva.

No deseo entrar en la posible interpretación de la desecación de la vida actual o de la juventud sin horizontes y sin salida: no es explícito nada en la obra, y cada uno lo puede trasladar a su manera. Lo más visible es un diálogo y unos monólogos hechos de humor y tragedia muy bien pensados y muy bien acogidos. Cuando se habla de que la juventud no va al teatro, convendría inspeccionar muchas de estas salas que se llenan con tanta frecuencia y comprender por qué no van a otros teatros más soberbios. Es un acierto el diseño del escenario sobre paneles translúcidos que permiten ver escenas secundarias, y la actuación de los músicos, y la dirección de Alberto Lima permite, dentro de ese espacio no muy grande ni muy libre, la actuación de todos.

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