Editorial:

La crisis de Babel

Aunque es muy difícil vaticinar su duración y profundidad, es evidente que las economías occidentales se enfrentan a una crisis del petróleo de indiscutible envergadura que poco aliviará la decisión de ayer de la OPEP. El precio del barril de petróleo se ha encastillado por encima de los 30 dólares y los precios de la gasolina y el gasóleo se han disparado hasta erosionar las rentas de los sectores que consumen carburantes de forma más intensa, como la agricultura, la pesca y el transporte. Es inevitable que el encarecimiento de la energía, intensificado además por la depreciación del euro, de...

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Aunque es muy difícil vaticinar su duración y profundidad, es evidente que las economías occidentales se enfrentan a una crisis del petróleo de indiscutible envergadura que poco aliviará la decisión de ayer de la OPEP. El precio del barril de petróleo se ha encastillado por encima de los 30 dólares y los precios de la gasolina y el gasóleo se han disparado hasta erosionar las rentas de los sectores que consumen carburantes de forma más intensa, como la agricultura, la pesca y el transporte. Es inevitable que el encarecimiento de la energía, intensificado además por la depreciación del euro, deteriore el ritmo de crecimiento de los países europeos y, si se mantiene durante los próximos meses, favorezca un cambio de tendencia en el ciclo económico o, al menos, frene el ritmo de crecimiento en Europa y Estados Unidos. Las expectativas económicas han variado drásticamente, y los Gobiernos y los agentes privados admiten que puede producirse un periodo de inflación creciente, con las consiguientes consecuencias para la inversión y el empleo.Este escenario pesimista, que incluye las inquietudes de los mercados, se construye sobre dos hechos inquietantes. El primero es la aparente comodidad con que la OPEP se ha instalado en una banda de precios de entre 33 y 35 dólares por barril, que ni siquiera los países más moderados como Arabia Saudí parecen dispuestos a esforzarse en moderar en torno a los 22-28 dólares. Sea porque el equilibrio político de los productores se haya desplazado hacia posiciones más radicales o porque la capacidad de producción del cartel no permita bombear petróleo en cantidad suficiente para comprimir los precios, el hecho es que el mercado detecta una grave escasez y vaticina que se prolongará durante un tiempo. La decisión adoptada ayer en Viena de incrementar la producción diaria en 800.000 barriles -ligeramente por encima de lo anticipado- a partir del 1 de octubre probablemente tendrá un efecto menor, y desde luego no en el corto plazo, en un invierno en el que se hará notar el muy bajo nivel de las reservas.

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El segundo hecho tiene que ver con la preocupante ausencia de una política energética y fiscal común única, o siquiera coordinada, en la Europa de los Quince. Ni la Comisión Europea ni el Ecofin han aportado ideas para ordenar una aproximación colectiva a la crisis, y el amago de presión a la OPEP desde la Comisión se ha resuelto en fracaso. Mientras Francia ha aplicado una política de concesiones fiscales con la que no ha podido evitar bloqueos de gasolineras y vías férreas de una dureza insólita, en España, por el contrario, se apuesta por mantener la fiscalidad de los carburantes. Europa no tiene ni una política unificada, ni una sola voz, ni recursos institucionales para crearlas con cierta urgencia. Que ante un problema tan grave la Comisión se haya limitado a recordar que las reducciones fiscales de los combustibles deben contar con su nihil obstat para evitar ventajas comparativas revela el pobrísimo nivel de coordinación que sigue existiendo en la política económica europea.

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El caso de España merece una reflexión aparte y desde luego nada esperanzadora. El Gobierno ha decidido, después de un largo silencio político y administrativo, no rebajar el impuesto especial ni el IVA de los carburantes. Pero si ha dicho, tarde y mal, lo que no va a hacer, todavía es una incógnita lo que va a hacer, a pesar de que tiene una amenaza de movilizaciones a plazo fijo -15 de septiembre- que pueden enconarse con cierta facilidad. Las fragmentarias explicaciones del vicepresidente Rajoy y del ministro Arias Cañete no sólo no aclaran la situación, sino que aumentan la inquietud de los consumidores.

El Gabinete carece de una política fiscal definida en el área energética y no tiene un plan para enfrentarse a la probabilidad del petróleo muy caro a corto plazo. Peor aún, parece atrapado en discrepancias internas sobre la conveniencia de bajar los impuestos -política que, aunque poco recomendable, sería defendible como opción para sostener el crecimiento- o mantener los precios y buscar subvenciones compensatorias por otros medios.

La indefinición del Gobierno produce incertidumbre en los ciudadanos y multiplica el riesgo de que el impacto del choque petrolero sea especialmente grave en España. Es verdad que, con independencia de la intensidad de la crisis, sus efectos hoy serán más leves que en la década de los setenta, porque las economías están más saneadas y disponen de más opciones que entonces. Pero, si los consumidores y los mercados no reciben respuestas inmediatas y claras, perderán la confianza en las posibilidades de la economía española y se acrecentará la brecha de competitividad que ya existe con los países centrales de Europa.

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