Tribuna:

La pugna por la grandeza

La respuesta de Sáenz de Oiza a los elogios que a menudo se nos escapaban a sus admiradores era: "Pero ¡qué dice usted, hombre! Yo soy un arquitecto malísimo". Nunca le bastó que le reconocieran sus colegas, sus discípulos o las instituciones; consigo había construido un personaje gruñón, gigantesco y dinámico que jamás podía hallarse satisfecho. Luego, en toda circunstancia, era sustancialmente retador. En su edificio de la M-30 se habían presentado problemas de funcionalidad, y como no se acomodaban a ellos los habitantes, les mandaba aprender a vivir de acuerdo con las estructuras que él ha...

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La respuesta de Sáenz de Oiza a los elogios que a menudo se nos escapaban a sus admiradores era: "Pero ¡qué dice usted, hombre! Yo soy un arquitecto malísimo". Nunca le bastó que le reconocieran sus colegas, sus discípulos o las instituciones; consigo había construido un personaje gruñón, gigantesco y dinámico que jamás podía hallarse satisfecho. Luego, en toda circunstancia, era sustancialmente retador. En su edificio de la M-30 se habían presentado problemas de funcionalidad, y como no se acomodaban a ellos los habitantes, les mandaba aprender a vivir de acuerdo con las estructuras que él había predeterminado.Bondadoso pero feroz, familiar pero indómito, impulsivo pero aceradamente inteligente, Sáenz de Oiza ha sido acaso lo más impetuoso y creativo que ha poseído la arquitectura española en los últimos cincuenta años. En su obra hay de todo y, casi sin excepción, son las coagulaciones de uno y otro vendaval creativo. Pero también en sus líneas se desliza la fina sutileza de un poeta y la mano delicada de un hombre cultísimo que amaba tanto la poesía como la física o la aritmética. Hoy no existe un edificio más distinguido y hermoso en Madrid que su torre del BBVA en la Castellana, pero a la vez se trata de una compleja elegancia musculada y sus interiores están cargados de gestos de una compulsión genial, como si mezclara el trazo de una concepción global con ráfagas de inspiración que no podría contener nadie. De ahí que una obra suya constituyera de antemano una invención y una posible tentativa de asombro, hasta hacer, en ocasiones, que su poder chocara o se desbocara. Nadie más osado que él y, también por ello, más necesitado de una conclusión nueva. Sus alumnos pueden haber aprendido de él los órdenes y las técnicas constructivas, el gran caudal de conocimientos históricos que acarreaba, pero, más allá de todo esto, el maestro que era Sáenz de Oiza les traspasaba un modo arrollador de trabajar. Si su muerte se hubiera producido a pie de obra, nada más consecuente con su arrebatada entrega. Si una formidable contrariedad en la construcción o una gloria insoportable allí le hubiera abatido, nada más consecuente con su homérico modo de atarse al oficio. Para cuantos le conocimos, Sáenz de Oiza era un titán que se alzaba para estremecernos con su vocación y su empeño auténtico. En este sentido, nadie era más arquitecto que él ni vivía con mayor ambición la pugna por la grandeza.

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